martes, 6 de noviembre de 2012

Los cánones


Los cánones

La limitación de nuestras fuentes no nos permite conocer las circunstancias de la elaboración canónica de los padres de Nicea que nos dejaron, sin embargo, una codificación
bastante significativa, sólo comparable por la riqueza de sus temas —entre los  cuatro primeros concilios ecuménicos— con la de Calcedonia. Del clima que acompañó a esta parte de los trabajos conciliares podemos quizás darnos cuenta gracias a un episodio
de carácter anecdótico que refiere Sócrates (HE I, 11). Narra que uno de los obispos presentó la propuesta de una «norma nueva», según la cual no sería ya posible que el clero casado viviera con sus mujeres. Pero a esta hipótesis del celibato obligatorio se
opuso un obispo egipcio llamado Pafnucio, que se había distinguido como confesor en la persecución anterior; criticó la propuesta como demasiado rigurosa y declaró el honor del matrimonio, confirmando igualmente la validez de la «norma antigua». Esta señalaba
que a los que ya estaban ordenados no se les permitiera casarse, mientras que mantenía la validez de las nupcias para los que habían entrado posteriormente a formar parte del clero. Lo mismo que para la cuestión doctrinal, también para los problemas disciplinares
estaba en juego una dialéctica delicada entre la innovación y la tradición.

Los concilios anteriores a Nicea habían ya dado una normativa canónica, aunque sólo se conservan huellas de la misma para los concilios celebrados a comienzos del siglo IV.

 El conjunto canónico preniceno constituye un término muy útil de comparación para medir la continuidad de las normas disciplinares de Nicea y, al mismo tiempo, captar su fisonomía y sus acentos específicos Sin embargo, hay que recordar que ninguna de las normas emanadas antenormente podía reivindicar la misma validez universal, dada la representatividad más reducida de tales concilios Con Nicea surge por pnmera vez una instancia capaz de regular, para toda la Iglesia, las cuestiones de gobierno y disciplina Sin embargo, si se prescinde de este aspecto —que debía traducirse evidentemente en un proceso de recepción de mayor irradiación—, hay que reconocer que la formulación de los cánones no se inspira en un concepto teológico preciso, sino que está determinada por las circunstancias Este dato de hecho no cambiará ya en todos los concilios antiguos.

No hemos de pensar que los padres nicenos quisieran introducir innovaciones en el plano disciplinar En la mayor parte de los casos su preocupación pnncipal parece haber sido la de fijar normas que estaban ya en uso desde hacía tiempo o de eliminar los abusos
introducidos contra ellas Así pues, el interés de los cánones se denva en gran parte del hecho de que son testigos de unas situaciones y de unos desarrollos históncos antenores
al concilio Los cánones de Nicea que se consideran auténticos son 20 (Teodoreto, HE I, 8, 18, Gelasio de Cizico, HE II, 32, CPG 8513) Otros cánones que se atribuyen en onente a los 318 padres reflejan la tendencia a reducir a la autondad del concilio una sene de normas postenores Esta tendencia se manifestó ya a lo largo del siglo V, cuando en Roma se sostuvo el ongen niceno de ciertos cánones, producidos en realidad por el concilio de Sárdica (342-343) La tradición nos ha conservado los veinte cánones sin un
orden preciso, pero considerando sus contenidos y las consecuencias históricas a las que iban destinados, se pueden examinar ante todo las importantes normas relativas a las
estructuras del gobierno eclesial, a las que se añaden luego otras vanas disposiciones sobre la condición del clero Otros aspectos que en ellos se tratan se refieren a la penitencia pública, a la readmisión de los cismáticos y de los herejes, y a ciertas prescnpciones
litúrgicas.




 El gobierno de la Iglesia instancias locales y jurisdicciones regionales. 

Las estructuras de la Iglesia son objeto de numerosos cánones (4, 5, 6, 7, 15, 16). No está fuera de lugar recoger aquí las decisiones de mayor alcance histónco del concilio.
Gracias a ellas, se fue formando con el tiempo una constitución eclesiástica universal, que superó definitivamente el aislamiento de cada una de las comunidades locales con su obispo.

En los cánones 4 y 5 (COD 7-8) surge la figura del obispo metropolita y la estructura más amplia de la eparquía, cuyos limites tenían que coincidir con las circunscripciones
civiles representadas por las provincias El canon 4 establece que la consagración de un nuevo obispo conesponde de suyo a todos los obispos de la provincia, pero en el caso de que esto no sea posible la hará una representación de tres, con el permiso de los
ausentes De todas formas, ésta tenía que ser confirmada por el metropolita, como señala el canon 6, que no considera válida la elección «pnvada del consentimiento del metropolita»,  lo cual no sucede cuando se oponen a ella tan sólo dos o tres obispos Se piensa que en la formulación del canon 4 pesó mucho la situación determinada por el cisma mehceno, aunque no sea posible afirmarlo con certeza Por lo demás, este problema
había sido advertido ya en los concilios precedentes, como muestra el canon 20 de Arles, en donde se excluía que un solo obispo pudiera consagrar a otro, exigiendo por el contrano como práctica óptima la presencia de siete, mientras que en caso de imposibilidad el consagrante tenía que estar asistido al menos de otros tres.

No obstante, además de las causas contingentes y de los precedentes canónicos que pueden haber influido en él, el canon 4 da expresión a la idea, bien arraigada en la tradición, de una comunión del colegio episcopal, que acoge a un miembro nuevo en el mismo acto en que entra a formar parte de él.

Aunque los cánones no hablan expresamente de ello, está implícito en los mismos que entre los poderes del metropolita estaba el de convocar el sínodo metropolitano. El desarrollo de los concilios provinciales se preveía con regularidad, al menos con dos sesiones anuales: antes de la cuaresma y en otoño (canon 5). A ellos les correspondía en particular el examen de las excomuniones pronunciadas por cada obispo. Servían así de
instancias de apelación para las sentencias dadas por los ordinarios. No está claro cuál fue el valor de la excomunión fuera de los límites de la propia eparquía. Si se tienen en cuenta las cartas sinodales enviadas después del concilio de Antioquía del 268-269 y del
que se celebró en Alejandría contra Arrio, la excomunión parece ser que no gozaba de reconocimiento automático.

Más allá del nivel de la eparquía, en los cánones nicenos se vislumbran ya nuclearmente otras estructuras más amplias del gobierno eclesiástico. Estas constituyen el tema de los cánones 6 y 7. La formulación del primero de ellos —el canon más famoso y
discutido del concilio del año 325— se refiere a un derecho consuetudinario, que reconoce la autoridad del obispo de Alejandría sobre Egipto, Libia y Pentápolis. La mención
prioritaria de la sede alejandrina señala una primacía suya entre las Iglesias de oriente, que permanecerá de hecho sin cambios hasta el sínodo efesino del año 449, aunque ya con el concilio constantinopolitano del año 381 se perfila la competencia, más tarde victoriosa, de la «nueva Roma». Nos gustaría saber más del contenido de esa autoridad suprarregional, que más tarde coincidirá con los límites geográficos del patriarcado alejandrino,
pero de momento faltaba aún esta terminología. Probablemente, la génesis de este canon tiene que verse ante todo en el tipo de relaciones existentes desde hacía tiempo entre Alejandría y las regiones eclesiásticas de Libia. Las razones geográfico-políticas y
la reivindicación del origen apostólico fueron quizás las premisas para esta nueva estructura «patriarcal». El mismo canon reconoce como obvia una prerrogativa análoga de la sede de Roma, aunque también en este caso se evite precisar su contenido. En cuanto
a la extensión geográfica de un «primado» semejante, se presume que el canon hace referencia a la posición de preminencia de la Iglesia romana en Italia —más concretamente en la Italia central y meridional, así como en Sicilia y en Cerdeña (Rufino, HE X, 6) —
antes aún que en occidente, del que Roma llegará a constituir más tarde el único patriarcado. El caso de Antioquía no está demasiado claro, dado que la formulación del canon parece colocar a esta Iglesia en un plano distinto, es decir, al lado de las «otras eparquías». No se puede hablar ciertamente de una prerrogativa o título de honor, al estilo del de Jerusalén, pero su situación parece distinta respecto a Alejandría, al menos por lo que se deduce del tenor distinto del canon. No obstante, si se observa la evolución posterior de las estructuras eclesiásticas y se considera además la indiscutible tradición apostólica de la sede antioquena, es lícito ver reconocido ya en ella, aunque sea implícitamente, el futuro patriarcado.

Por el contrario, claramente distinto respecto a los demás se presenta el caso de Jerusalén, tema del canon 7, que reconoce a la ciudad santa un privilegio de honor especial, que tampoco es fácil de aclarar en su contenido concreto. Jerusalén era una diócesis sufragánea de la sede metropolitana de Cesárea. Es probable que el obispo de la ciudad santa, aun dejando intacta la jurisdicción provincial, gozase de un derecho de precedencia, aunque puramente honorífico, respecto a su metropolita —por ejemplo, con ocasión de los sínodos celebrados fuera de Palestina, especialmente en los concilios.  Si se observan los testimonios de la praxis conciliar entre los siglos IV y V, parece que es ésta la explicación más adecuada. En cuanto a las circunstancias históricas que llevaron a su formulación, no está fuera de lugar pensar la conexión de dos ideas: por un lado, la alta consideración de Constantino por los lugares santos de Jerusalén, a los que el emperador hará muy pronto objeto de una política urbanística monumental; por otro, la iniciativa político-eclesiástica del obispo Macario, alineado con Alejandro de Alejandría en contra de su metropolita Eusebio de Cesárea. Aun con los límites señalados, el canon 7 es el preanuncio de la futura creación del cuarto patriarcado oriental, cuyo reconocimiento se obtendrá en el concilio de Calcedonia.

Al fijar los privilegios jurisdiccionales, o de naturaleza similar, de las Iglesias mayores, el concilio remite principalmente —si no en exclusiva— a un derecho consuetudinario.

No hay alusiones o indicaciones explícitas a normas o prescripciones de carácter apostólico, destinadas a legitimar estas «macroestructuras» del gobierno eclesiástico. Según
algunos, el modelo de la administración civil, con sus unidades geográficas mayores representadas por las diócesis, parece ser que siguió ejerciendo la influencia más notable.

No obstante, el ejemplo de Alejandría muestra que la circunscripción eclesiástica precede a la civil desde el momento en que Egipto queda apartado de la diócesis de oriente y
reconocido como diócesis independiente sólo por el año 367. Sin embargo, es verdad que Egipto, a partir de Augusto, había gozado de un status especial, suprimido sólo temporalmente por Diocleciano. Quizás sea más problemático afirmar la incidencia de
un criterio semejante para los territorios sometidos a Antioquía, aun cuando la creación de la diócesis de oriente pudo haber contribuido a alimentar ulteriormente la autoridad del obispo de aquella sede.
 Como impresión final sobre este punto nos queda la imagen
de un orden de precedencia, de una jerarquía de las Iglesias orientales que se va elaborando y que tiene por cabeza a Alejandría, después a Antioquía y finalmente a Jerusalén. Pero hay que tener presente que este proceso, aunque ya iniciado, constituye en gran parte tan sólo la etapa embrional de los futuros patriarcados.



Reclutamiento y conducta del clero 

Una parte de la legislación establecida por el concilio desea responder a exigencias y problemas concretos, que son el resultado del desarrollo que el cristianismo había asumido y que en mayor medida tendría que asumir después del giro constantiniano. Así, los cánones 15 y 16 prohiben la movilidad del clero de una diócesis a otra: el eclesiástico que se aleja de su propia Iglesia tiene que volver a ella. Normas análogas habían sido ya promulgadas por el concilio de Arles, que en el canon 21 había previsto la deposición
para los desertores.

Un abuso determinado por las necesidades de cubrir los puestos del personal eclesiástico en una Iglesia en expansión se refería a la rápida admisión en las filas del clero.

Para evitar este riesgo, el canon 16 prohibía, por ejemplo, la ordenación de un eclesiástico perteneciente a otra diócesis, sin disponer del beneplácito de su obispo.

Las preocupaciones de los padres de Nicea respecto al clero se concretan en una serie de disposiciones que intentan, en particular, garantizar su honor y su dignidad. El canon 1 reglamenta la cuestión de los eunucos y el sacerdocio. El que ya está ordenado, permanece
en ese estado aunque la castración se haya hecho por razones médicas o como consecuencia de una violencia de los bárbaros. Pero el que se produce a sí mismo la mutilación, deja de
pertenecer al clero o no es admitido en él, si lo solicita.

Finalmente, el que no es eunuco voluntario, si es digno, puede acceder a la ordenación.

El canon 3 prohibe la cohabitación del clero con mujeres, a no ser que se trate de parientes cercanos o de personas por encima de toda sospecha. El texto del canon utiliza un término técnico (oDveíoaKxoq: COD 7, 13-14), que conserva huellas de un fenómeno significativo del ascetismo cristiano primitivo, en donde se usa para indicar a las vírgenes subintroductae, es decir, a las vírgenes que cohabitan con un asceta o con un clérigo célibe en régimen de «matrimonio espiritual». La norma nicena —aunque no excluye una referencia a esta praxis, objeto de condenaciones repetidas de la jerarquía eclesiástica— se concibe de todas formas
en términos más generales. Y es precisamente esta generalidad la que suscita algunas dificultades entre los intérpretes. En efecto, este canon no alude en lo más mínimo a las esposas de los eclesiásticos, hasta el punto de que da la impresión de que se supone aquí un celibato generalizado. No obstante, por el episodio de Pafnucio recordado anteriormente sabemos que no podía ser así. Es probable que la intención del concilio fuera solamente la de prevenir situaciones escabrosas o comprometedoras para la reputación del clero, eliminando las sospechas que se derivaban de formas de cohabitación con personas de sexo femenino.

Se concede una gran importancia a la selección de los candidatos al sacerdocio. El canon 2 prohibe que se proceda demasiado rápidamente del bautismo a la colación de órdenes
eclesiásticas. Antes es necesario conocer la manera de ser del neófito. Esta disposición podía apelar a la autoridad de-un precepto «apostólico», citando precisamente la recomendación
sobre el obispo que se hace en la primera carta a Timoteo (cf. 1 Tim 3, 6-7). Y si se ha procedido a la ordenación con cierta precipitación —tras una encuesta posterior que ponga de manifiesto ciertas culpas del eclesiástico que antes se ignoraban—, la ordenación no será válida. Una culpa de este tipo podía ser, en particular, la de los que habían estado en una situación de lapsi y habían entrado luego a formar parte del clero. El canon 10 se ocupa
expresamente de esta problemática. Tanto si se ignoraba su culpa, como si el que procedió a su ordenación no quiso tenerla en cuenta, esa ordenación no debía tenerse como válida. Si llega a conocerse el caso, han de ser depuestos. Un tercer canon (canon 9) insiste ulteriormente en este punto, específicamente en relación con los presbíteros, confirmando de nuevo las prescripciones mencionadas: siempre que los presbíteros hayan sido promovidos a este estado sin el examen oportuno de su conducta o hayan sido ordenados, a pesar de haber confesado sus culpas, en ambos casos la ordenación va contra la ley canónica y por tanto resulta inválida. En la misma línea de control sobre el reclutamiento y la conducta del clero se sitúa finalmente el canon 17, que prohibe el ejercicio de la usura por parte del clero, so pena de deposición.

Una norma contenida en el canon 18 confirma la atención que el concilio dirigió a las condiciones del clero dentro de su preocupación por la buena marcha eclesíal. Este canon
se refiere expresamente a unas noticias que han llegado de que en varias localidades los diáconos no sólo dan la eucaristía a los presbíteros (una praxis que considera como no justificada ni por la ley canónica ni por la costumbre), sino que incluso toman la eucaristía antes de los obispos. Ninguno de estos dos comportamientos están en conformidad con la estructura jerárquica reconocida: los diáconos no deben extralimitarse de sus funciones, dando la precedencia en el orden a los obispos primero y a los presbíteros después. Una reacción análoga es la que se vislumbra quizás al final del canon 19, que comprende las disposiciones
sobre los paulianistas, en la que se recuerda a las diaconisas que deben tener la misma consideración que los laicos, aun cuando su formulación admite diversas interpretaciones.

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del libro: HISTORIA DÉ LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS

G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH

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jueves, 1 de noviembre de 2012

Homoousios


Homoousios

El rechazo del arrianismo se apoyaba esencialmente en este término, pero se trataba de un vocablo nuevo para una profesión de fe y además de carácter controvertido. Lo demuestra, entre otras cosas, la explicación reductiva ofrecida por Eusebio en la carta a
la Iglesia de Cesárea, que refiere la interpretación que dio Constantino en respuesta a las dudas expresadas por los padres conciliares. El emperador les aseguró que homoousios
no debía entenderse en sentido materialista, al estilo de lo que sucede con los cuerpos; al tratarse de realidades incorpóreas y espirituales, la generación del Hijo por el Padre no produjo escisión o división alguna en la divinidad (Ep. ad Caes. 7). Si la aclaración
formulada inicialmente por Constantino se había expresado sobre todo en términos negativos, Eusebio refiere también la interpretación que él mismo dio de esta palabra en
términos positivos durante la discusión del esbozo del símbolo: «'Consustancial al Padre' indica que el Hijo de Dios no tiene ninguna semejanza con las criaturas que fueron hechas,
sino que es semejante en todo al único Padre que lo engendró, sin que se derive de otra hipóstasis o sustancia más que del Padre» (ibid., 13).

Es evidente que aparece aquí un concepto un tanto genérico de semejanza, de forma que se deja en el aire el significado preciso del término. Por otra parte, se trataba de un vocablo que ya antes de Nicea había conocido cierto desarrollo en la historia del pensamiento filosófico y teológico. En el lenguaje filosófico había sido empleado por Plotino y Porfirio a propósito de seres pertenecientes a la misma clase, en cuanto que comparten
entre sí el mismo tipo de contenidos. En el ámbito cristiano, este término procedía de la literatura gnóstica, en donde indicaba «semejanza en el ser» entre seres diversos o su
pertenencia al mismo modo o grado de ser. También en este caso la acepción resulta genérica y en este sentido es como homoousios fue utilizado por Orígenes (In Ioh. XX, 20 [18]). Refiriéndose a Sab 7, 25-26, sostuvo que hay una comunidad de sustancia entre
el Padre y el Hijo, desde el momento en que una emanación es homoousios, es decir de la misma sustancia, respecto al cuerpo del que es emitida (In Hebr.). De todas formas, Orígenes no intentaba probablemente afirmar la identidad de sustancia entre el Padre y
el Hijo, sino el hecho de que participan de la misma sustancia.
Por otra parte los arríanos le daban a este término un significado material, como aparece ya en la carta de Arrio a Alejandro, rechazándolo por eso mismo con toda decisión
(Sozomeno, HE I, 15, 5-6). Además, que se trataba de un término discutido se deduciría también de dos episodios de la historia teológica del siglo III —el llamado «conflicto de
los dos Dionisios» y la condenación de Pablo de Samosata—, aun cuando su vinculación con el homoousios se pone actualmente en duda. En el primero de ellos, el defensor del término —a quien se oponía Dionisio de Alejandría— se habría servido de él dentro de
una teología modalista. En cuanto al segundo, Pablo de Samosata, confirmando su acepción «herética», lo habría entendido en sentido monarquiano. No obstante, es más probable que en ambos casos nos encontremos frente a unos documentos de la atmósfera teológica propia de la mitad del siglo IV, mientras que el «consustancial» niceno se pone en juego después de un silencio prolongado, suscitando nuevos intereses y preocupaciones polémicas.

Aun prescindiendo de estos dos precedentes, que resultan hoy un tanto sospechosos, sigue en pie la impresión de que en Nicea la comprensión que se tenía de los conceptos de ousía y de homoousios se reducía inequívocamente a unas categorías «monarquianas».

En particular, pesa aquí la formulación del cuarto anatematismo, con su aparente asimilación entre «hipóstasis» y ousía. No obstante, recordando también las explicaciones referidas por Eusebio de Cesárea, hay que reconocer que semejante modo de entender
este término aparece bastante problemático, al menos para una parte notable de la asamblea conciliar. Es verosímil, por el contrario, que para la mayor parte de los obispos presentes
en el concilio no tuviese ni mucho menos un significado tan unívoco y caracterizado.

¿Por qué camino se llegó entonces a insertar el homoousios en el credo niceno?

Algunos sostienen que la iniciativa debe atribuirse al mismo Constantino, según lo que declara la carta de Eusebio (Ep. ad Caes. 7). Según esta tesis, se recurrió intencionadamente a un término que parecía tener una connotación de varios significados. Precisamente por esto se habría prestado a convertirse en un elemento de la política de unidad que buscaba el emperador. Finalmente, se recuerda también que Atanasio, campeón por
antonomasia de la fe nicena, muestra ciertas reservas frente al homoousios, al menos hasta los años 50. Para otros, aunque admiten la acción pacificadora de Constantino y los intentos de mediación en que se inspiró su política durante el concilio, no se puede afirmar que el credo de Nicea tuviera sólo esta motivación «política» como rasgo específico.

La acepción del homoousios, en la primera fase de la controversia arriana, debió adquirir un contenido más preciso a los ojos de los teólogos, si no a los del emperador.

De hecho, apelando al testimonio de Atanasio (Hist. ar. 42; Defug. 5), se percibe aquí la influencia de Osio de Córdoba. La hipótesis de un papel bastante directo del consejero de Constantino recibiría una confirmación en la noticia que recoge Filostorgio (HE I, 7),
según el cual antes del concilio Osio y Alejandro habrían alcanzado en Nicea un acuerdo sobre el uso de homoousios. En este sentido, no se debe encuadrar rígidamente el pensamiento de Alejandro de Alejandría en una posición únicamente ligada a la tradición
origeniana de las tres hipóstasis. Al lado de ella, aunque no demasiado elaborada, había una sólida convicción de la unidad inseparable del Padre y del Hijo.

Una idea precisa sobre los modos de la solución doctrinal no puede ir más allá de la formulación de estas conjeturas. Probablemente al principio se pensó en una enunciación dogmática concebida en términos escriturísticos, pero —como se ha recordado— este
proyecto debió revelarse como impracticable por las distorsiones que llevaron a cabo los arríanos. Para reaccionar contra ellos se adoptó una formulación que rechazaban expresamente,
pero que no estaba connotada con precisión en cuanto a su contenido, a no ser para indicar que también el Hijo pertenece a la misma esfera divina que el Padre. El resultado final fue que se dieron diversas acepciones de esta fórmula de fe. Para Constantino
no existía ninguna interpretación privilegiada y las dificultades de los exponentes más ligados a la tradición origeniana fueron superadas con sus explicaciones. En cuanto a los arríanos moderados, en este momento se convencieron también de que había que aceptar el símbolo niceno. Tan sólo un grupo poco numeroso respecto al resto del episcopado (compuesto por los pocos occidentales, por Alejandro, Eustacio y Marcelo)
habría acogido plenamente el lenguaje del credo, viendo en él la expresión de la identidad de sustancia entre el Padre y el Hijo. En este resultado no podemos menos de captar un aspecto enigmático, que sólo en parte se aclara por la presión que el emperador pudo
ejercer sobre los obispos. Esto pesará sin duda en la recepción del dogma de Nicea, aunque éste registraba por el momento una adhesión casi completa del episcopado presente en el concilio. Tan sólo dos obispos, compañeros de Arrio desde el principio, se negaron con él a adherirse al símbolo y fueron por eso mismo condenados y depuestos.



El concilio de Nicea y los problemas de la disciplina eclesiástica

La atención que se concentra en la cuestión doctrinal no debe dejar en la sombra la importante obra disciplinar y canónica del concilio. 
Aunque estamos aún menos informados que sobre el debate dogmático, no fue ciertamente un aspecto secundario. Por lo
demás, el mismo Constantino, al convocar la asamblea, había señalado la urgencia de estos temas y la necesidad de llegar también en este terreno a soluciones positivas para la unidad eclesial.

La exigencia de reglamentar una cuestión como la de la fecha de la pascua, cuya celebración en días diferentes creaba no pocos desconciertos y dificultades prácticas, había sido ya advertida en el concilio de Arles. En su primer canon éste había establecido
que todos los cristianos tenían que celebrar la pascua el mismo día. Al afrontar este problema, el concilio de Nicea se había encontrado frente a tres prácticas diversas: los dos ^Mos^de-Rema y Alejandría, autónomos respecto al cómputo judío pero distintos
entre sí, y la praxis esencialmente antioqtiena: que seguía apelando a la celebración hebrea, aunque ya no en la forma cuartodecimana como en el conflicto pascual del siglo II. La decisión del concilio —que conocemos a través de documentos indirectos, razón por la
cual no se puede hablar propiamente de «decreto»— indica que hay que atenerse al uso vigente en las iglesias de Roma y de Alejandría. Sin dar la preferencia a ninguno de los dos ciclos pascuales en uso, se optó por una solución de compromiso (o quizás se debió
llegar necesariamente a este resultado, dada la imposibilidad de encontrar un acuerdo entre el sistema romano y el alejandrino). En efecto, Roma y Alejandría mantenían sus diversos sistemas de cálculo, pero en el caso de diferencias en el cómputo pascual se
habían comprometido a llegar a un acuerdo. El mismo Constantino se encargó de explicar el tenor de este «decreto» en la carta encíclica que dirigió a las Iglesias al terminar el concilio (Opitz 26). Lo mismo hicieron también los padres conciliares en su carta sinodal a la Iglesia de Alejandría (Opitz 23). En ella se anunciaba brevemente el acuerdo alcanzado con las Iglesias de oriente que hasta entonces se habían atenido al cómputo hebreo. Hay
que señalar que en ambos documentos la complejidad de las prácticas vigentes entre las diversas Iglesias se simplifica mucho, seguramente para subrayar más el alcance unitario del acuerdo que se había alcanzado.

Para corresponder a su programa general de pacificación, el concilio trató también el problema del cisma meliceno que perturbaba a la Iglesia egipcia desde los tiempos de
la última persecución (303-312). Las decisiones sobre este caso se exponen de forma bastante difusa en la carta sinodal a la Iglesia egipcia (Opitz 23). Parecen inspirarse sobre todo en un intento de reconciliación, dado su contenido bastante blando. De hecho, Melicio mantuvo la dignidad episcopal, aunque el concilio le negó la facultad de proceder a nuevas ordenaciones y le obligó a una especie de residencia forzosa en su propia ciudad.
En cuanto a los obispos, sacerdotes y diáconos ordenados por él, conservaron sus respectivos oficios a todos los efectos, pero después de haber sido confirmados por una «imposición de las manos más arcana» (uuaTiKOOiépa xsipotovía: COD 17, 40-41), y
siempre en subordinación respecto a los derechos reconocidos al clero establecido por Alejandro y con el beneplácito de éste, a propósito de la posibilidad de nuevos nombramientos
o ascensos en la carrera eclesiástica. De todas formas, estas medidas no surtieron enseguida el efecto esperado, ya que a la muerte de Alejandro (328), los melicenos intentaron oponerse a la elección de Atanasio. Este reaccionó con dureza, obligando a
los melicenos a buscar un acuerdo en su propio perjuicio con los eusebianos, promotores de la rehabilitación de Arrio.

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del libro HISTORIA DÉ LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS


G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH

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viernes, 26 de octubre de 2012

Desarrollo del concilio



Desarrollo del concilio

El concilio se reunió el 20 de mayo del año 325 en el palacio imperial de Nicea (Sócrates, HE I, 13), en donde Constantino presidió la sesión inaugural. Al faltarnos las actas sinodales, no nos es posible reconstruir con precisión el desarrollo de la asamblea.
Tenemos que referirnos sobre todo al testimonio de Eusebio de Cesárea (V. Const. III, 10-13), que habla por extenso de los aspectos protocolarios y en mayor medida de los
términos del debate doctrinal y pasa por alto el examen de las cuestiones disciplinares.

La descripción de la Vida de Constantino ha de completarse de todas formas con una carta de Eusebio a su Iglesia de Cesárea (Opitz 22), que nos abre algunos resquicios de luz sobre las circunstancias en que se llegó a la composición del símbolo. Otras noticias contemporáneas, también por desgracia de carácter bastante sumario, se deducen de Atanasio (De decr. Nic. syn.19; Ep. ad Afr. 5) y de Eustacio de Antioquía (Teodoreto,
HE I, 8). Sobre esta base es difícil, entre otras cosas, definir la manera como se organizó el concilio y se fueron sucediendo sus diversas sesiones, con la respectiva agenda de temas.

Se piensa que la presidencia la ocupó Osio de Córdoba, no porque se tratara del legado romano, sino como delegado del emperador. Pero hay que indicar que, según el informe que nos hace Eusebio (V. Const. III, 13), el mismo Constantino presidió los
30 Historia de los concilios ecuménicos debates, al menos en lo que atañe al problema doctrinal. De todas formas, tanto si Osio
fue su presidente, como si esta función estuvo encomendada a varias personas, hay que afirmar que Constantino se reservó la posibilidad de intervenir directamente en los trabajos
de la asamblea. Hasta su conclusión, que hay que colocar probablemente en torno al 25 de julio, el emperador siguió siendo el centro de la misma.

La apertura del concilio, en la sala principal del palacio imperial, se realizó en medio de una solemne escenografía, cuyos particulares nos expone Eusebio de Cesárea (V. Const. III, 10-13). Precedido por los cortesanos de fe cristiana, Constantino hizo su
entrada en el aula conciliar, pero no ocupó su sitio hasta que los obispos le hicieron la señal de que podía sentarse. Luego fue saludado con un breve discurso por el primero de los obispos alineados a su derecha, quizás Eusebio de Cesárea (Sozomeno, HE I, 19, 2) o más probablemente Eustacio de Antioquía (Teodoreto, HE I, 7, 10). El emperador respondió a este saludo con una alocución en la que renovó sus deseos de concordia
eclesial. Una vez más Constantino recordó su reciente victoria contra Licinio y su desagradable sorpresa de ver turbada la paz de la Iglesia, siendo así que había quedado restablecido el orden del Estado. De aquí la exhortación a examinar junto con los obispos
reunidos las causas de la discordia y a regular el conflicto en términos de paz.

Después de todo lo que hemos indicado sobre el estado de las fuentes sólo nos es dado intentar una reconstrucción ampliamente conjetural de este debate. Los que atribuyen un peso condicionante a los resultados del concilio antioqueno anterior a Nicea, tienden
a sostener que la primera cuestión de la que tuvieron que ocuparse los padres conciliares fue la readmisión de los que habían sido excluidos temporalmente de la comunión eclesial.

Se supone entonces que Eusebio de Cesárea, cuando se le pidió que justificase sus propias convicciones dogmáticas, mostró el símbolo bautismal de su Iglesia.

Pero otras fuentes sugieren una situación distinta. Según dichas noticias, los primeros en intervenir en la discusión sobre los temas centrales de la controversia arriana habrían sido los «lucianistas» o seguidores de Arrio, proponiendo una fórmula de fe que no
conocemos. Según Eustacio de Antioquía (Teodoreto, HE I, 8, 1-2), su autor era un tal «Eusebio», que a veces se ha identificado con Eusebio de Nicomedia. Según Teodoreto, por el contrario, esa fórmula se remontaba a un grupo de obispos filoarrianos compuesto
por Menofantes de Efeso, Patrófilo de Escitópolis, Teógnides de Nicea, Narciso de Neroníades, así como Segundo de Tolemaida y Teona de Marmárica (Teodoreto, HE I, 7, 14). Sean cuales fueren los responsables directos del texto propuesto al concilio, parece
ser que contra él se levantaron vivas protestas del resto de la asamblea. En este punto habría intervenido Eusebio de Cesárea, presentando como solución de compromiso el credo que profesaba su Iglesia (Ep. ad Caes. 2).

Según esta versión, los arríanos tomaron la iniciativa al comenzar el debate doctrinal.

Por eso, apelando precisamente a ella, se ha pensado que el documento de los «lucianistas» había sido presentado de forma autónoma y no por petición de los adversarios. Pero a
juicio de otros no hemos de olvidar que los arríanos, después del resultado para ellos negativo del concilio antioqueno, se mantuvieron necesariamente a la defensiva. En particular, debieron darse cuenta de que constituían una minoría. Consiguientemente, en
vez de tomar provocativamente la iniciativa en la discusión (como parecen sugerir los testimonios de Eustacio y de Teodoreto, especialmente el segundo), los amaños habrían
puesto más bien su confianza en los intentos pacificadores de Constantino, evitando pronunciamientos excesivamente caracterizados. Esto es lo que parece apoyar el relato
un tanto vago de Eusebio de Cesárea en la carta a sus diocesanos, así como una alusión de Atanasio, que recuerda cómo en Nicea se invitó a los arríanos a que expusieran su propio punto de vista (De decr. Nic. syn. 3).


Las circunstancias del símbolo niceno:
la carta de Eusebio de Cesárea a su comunidad

El acto más importante del concilio, el que habría de asegurar su éxito histórico, fue la redacción y aprobación de la definición de fe en la forma de un «símbolo» o compendio de las verdades esenciales, profesadas por la Iglesia. También para este episodio central hemos de remitirnos al testimonio, en varios aspectos problemático, de Eusebio de Cesárea.

En una carta a los fieles de su diócesis, escrita con ocasión de la decisión conciliar, mientras se encontraba todavía en Nicea, cuenta cómo se llegó a redactar el texto del símbolo sobre la base de una propuesta suya. En realidad, más que ver en ello el simple
deseo de informar oportunamente a su comunidad, es lícito suponer que nos encontramos ante una operación de carácter apologético. El obispo de Cesárea no sólo omite la condena que se le había infligido en Antioquía y ofrece una explicación forzada del texto de Nicea para hacerlo cuadrar con sus planteamientos doctrinales, sino que deja vislumbrar ya una actitud defensiva en la preocupación por el hecho de que su Iglesia haya podido recibir noticias inexactas. Pues bien, según la presentación que hace Eusebio, el símbolo niceno no sería más que una reelaboración de la profesión de fe que él había expuesto al concilio.

Después de haberlo leído, el mismo Constantino habría expresado su aprobación, pidiendo tan sólo que se completasen algunas de sus formulaciones. Sin embargo, como veremos más adelante, el texto aprobado en Nicea resulta bastante distinto del de Eusebio y es
ésta la verdadera razón por la que él tiene que aclarar a su Iglesia cómo fue posible que !>e adhiriese a él.
La carta comienza invocando el argumento de la tradición, tal como lo había hecho Arrio en una profesión de fe dirigida a Alejandro de Alejandría antes de Nicea (Opitz 6), aunque aquí aparece más desarrollada la reivindicación del carácter doctrinal. La
profesión de Eusebio se arraiga en la paternidad en la fe, garantizada por el obispo, y en el depósito que le trasmitieron sus predecesores en el episcopado. Recuerda cómo esta fe fue para él objeto de la primera instrucción bautismal, cómo corresponde a la enseñanza de las Escrituras y cómo él la profesó y la enseñó tanto de presbítero como de obispo.

Por consiguiente, Eusebio tiene interés en señalar el arraigo en una tradición bien consolidada y a la vez la coherencia de su propia actitud. Viene luego el contenido de la profesión dispuesto en tres artículos principales (Padre, Hijo —naturalmente más amplio—
y Espíritu santo). De estos enunciados centrales se vuelve luego sobre cada uno de ellos, con la intención de confirmar la teología de las tres hipóstasis, que tiene su último fundamento en las instrucciones del Resucitado a los discípulos (cf. Mt 28, 19).
La profesión de fe se cierra con la solemne confirmación de su lealtad y de su fidelidad, en presencia de Dios omnipotente y del Señor Jesús.

Ha parecido normal considerar este texto como la profesión de fe bautismal de la Iglesia de Cesárea, aunque no sabemos con certeza si por aquella época conocía ya un texto fijo. Pero, ante todo, las características de esta fórmula bautismal pueden hallarse
únicamente en la primera parte, que comprende los tres artículos. Por otro lado, es difícil ver allí solamente una profesión privada de fe, ya que Eusebio no intenta exponer su opinión personal, sino la doctrina de la Iglesia, en concreto de su Iglesia de Cesárea.
Por eso no se diferenciaba de la fe bautismal del simple cristiano y, aunque no constituyese una profesión formal de fe, utilizada en el contexto del bautismo, podía muy bien someterse a la verificación de la comunidad.

El texto de Eusebio excluía con toda claridad el modalismo (Ep. ad Caes. 5), pero no podía ser de gran ayuda en orden al problema de las relaciones entre el Padre y el Logos, que estaba en el centro de la discusión dogmática. Por otra parte, en la continuación
de la carta se ve obligado a reconocer estos límites, al menos indirectamente. Una vez expuestas sus convicciones de fe, nadie podría objetar nada contra Eusebio; pero el 
emperador, al ser el primero en manifestar su aprobación, habría invitado únicamente a añadir el término «consustancial». No obstante la asamblea, en opinión de Eusebio, fue
en cierto sentido más allá de las indicaciones dadas por Constantino, construyendo otro texto en torno a este término.
Del relato que hace Eusebio del modo como se llegó al símbolo niceno, casi podría decirse que se trató de un golpe de mano por parte de ciertos obispos no bien identificados.

De hecho, deja vislumbrar que la iniciativa dogmática residía en otras manos dentro de la asamblea. De todas formas, no hay que excluir que el texto de Eusebio pudo haber desempeñado, en cierta medida, la función de primer esbozo o de término de referencia
para la redacción del símbolo, y que el obispo de Cesárea pudo haber contribuido, junto con otros amaños moderados, a precisar mejor con una serie de preguntas el sentido de las expresiones más delicadas, empezando por el «consustancial». No obstante, el precedente más significativo de la elaboración de un credo sinodal (aunque no haya que pensar necesariamente en una influencia cercana) se encuentra en la profesión de fe del concilio antioqueno del año 324-325 (CPG 8509). A pesar de su carácter prolijo (no
privado de paralelismos con las fórmulas de los concilios posteriores), está construida como un credo y posee igualmente su estructura. Su base debió estar constituida por algún credo ya existente, muy probablemente de uso local. Sobre él debieron ir haciéndose algunas modificaciones e integraciones en relación con la controversia en acto, de manera similar a lo que ocurriría en Nicea. En particular hay que resaltar el gran interés que
revisten los anatemas, ya que anticipan, prestando una mayor atención al pensamiento de Arrio, los que formularían luego los padres nicenos.




La fe de Nicea

La interpretación que avanza Eusebio en su carta a la comunidad de Cesárea, incluso en relación con el trasfondo que nos revela el credo del sínodo antioqueno del año 324- 325, parece por tanto difícil de sostener. Además, una comparación profunda entre el
símbolo niceno y la profesión de fe presentada a la Iglesia de Cesárea pone de manifiesto una mayor diversidad que la que Eusebio pretende hacernos creer. No se trata únicamente
de las distinciones introducidas por las inserciones más claramente antiarrianas del símbolo niceno. Aunque se quiten esas añadiduras, el símbolo niceno y el credo de Cesárea —semejantes a primera vista— presentan en realidad numerosas divergencias. Las diferencias textuales en el primero y en el tercer artículo, aunque pueden parecer insignificantes, precisamente en cuanto tales revelan que el texto base del símbolo niceno debió ser otro. Además, especialmente la estructura del segundo artículo, depurada de las formulaciones antiarrianas, revela su diversidad respecto al texto de Eusebio. El análisis del símbolo niceno invita más bien a asimilarlo al tipo de credo conocido como «jerosolimitano-
antioqueno», por las muchas analogías que muestra con dos símbolos citados por Epifanio y con el que fue objeto de las explicaciones de Cirilo de Jerusalén en sus Catcquesis. Sobre él se aportaron las modificaciones en sentido antiarriano, de las que
nos informa también la carta de Eusebio de Cesárea.
Precisamente en las llamadas «interpolaciones» o inserciones antiarrianas es donde se declara con mayor evidencia la intención doctrinal del símbolo niceno, dirigida a rebatir unos errores específicos profesados por el arrianismo o, por lo menos, atribuidos
a él por la mayor parte del episcopado. Siguiendo el orden con que se presentan en el texto, la primera de estas formulaciones se basa en la expresión «es decir, de la esencia (o 'sustancia') del Padre» (xouxácmv ¿K xf^ otaíaq xou Jiaxpóq: Dossetti, 228.3-4).
Se intenta aquí replicar a las tesis tan conocidas de los amaños según las cuales el Logos ha sido creado de la nada y no se da ninguna comunión ontológica entre el Hijo y el Padre. Se afirma entonces que el Hijo comparte la esencia del Padre, introduciendo un concepto que se remacha poco después con el término óuo-ov3o"to<; («de la misma esencia» o «sustancia»).

En el informe que nos ha dejado Atanasio del debate dogmático del concirio {De decr. Nic. syn. 19; Ep. ad Af. 5) se observan las reservas de los obispos ante esta formulación que se percibía como no-bíblica. Inicialmente se habría llegado a una convergencia
sobre la expresión «de Dios», que podía basarse en un uso neotestamentario bien conocido (cf. Jn 8, 42). Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que también la habían hecho suya los arrianos, pues podían muy bien manipularla y adaptarla a sus
doctrinas (en efecto, recordaban cómo Pablo en 1 Cor 8, 6 y 2 Cor 5,18 había sostenido que todas las cosas son «de Dios»). Por consiguiente, si se quería eliminar toda ambigüedad, era preciso superar los límites del lenguaje bíblico.

A pesar de ello, la ruptura con la tradición era menor de lo que podría parecer. La expresión ¿K tf¡<; OUCTÍCK; no era realmente nueva, dado que es posible reconstruir su historia al menos desde cien años antes de Nicea. El punto de partida puede señalarse
ya en Tertuliano (Adv. Prca. 4). Al desarrollar su cristología del Logos con la ayuda de los conceptos de ratio y sermo, Tertuliano precisaba que con este último término (referido al Verbo expresado o «exteriorizado» en el momento de la creación) no se entendía una
simple expresión o efecto físico, sino una propia y verdadera sustancia que procede de la sustancia del Padre. Después de él, también en el ámbito latino, Novaciano había proseguido en la misma dirección llamando al Hijo Sermo, una sustancia divina que
procede del Padre. También Orígenes, a pesar de que se diferenciaba de los teólogos latinos al sostener que el Hijo es engendrado ab aeterno y al poner en guardia contra una interpretación materialista del proceso generativo, parece ser que usó esta expresión en tres pasajes, por otra parte de dudosa autenticidad {In Ioh. fr. 9; In Rom. IV, 10; In Hebr.). Sin embargo, antes de Nicea, Eusebio de Cesárea se había mostrado bastante
reservado ante esta expresión, a pesar de que no la rechazó claramente como su homónimo de Nicomedia. La idea era combatida abiertamente por los arrianos y por sus defensores,
como se deduce de los pasajes contenidos en la carta de Arrio a Alejandro (Opitz 6; cf. 3, 5; probablemente también en la Thalia) y de la carta de Eusebio de Nicomedia a Paulino de Tiro (Opitz 8). Así se explicaría la inserción, claramente polémica, en el
símbolo niceno, aunque no se dice nada de la acepción precisa que se le atribuía. Más aún, como se nota en el anatematismo final, el término oücría tiende a ser considerado como sinónimo de bnóaxaoic,, agravando así la ambigüedad en la interpretación del
símbolo niceno.

La segunda formulación introducida con una función antiarriana consiste en la afirmación:

«Dios verdadero de Dios verdadero» (9EÓV áX,r|9tvóv EK OEOO áX,r|9ivoO: Dossetti, 228, 4-5). La teología arriana subrayaba la absoluta unicidad divina del Padre, apelando a Jn 17, 3. Así, para Eusebio de Cesárea el Padre es «verdadero Dios», mientras
que el Logos es «Dios». Por otra parte, esta cláusula —aunque intentaba subrayar la participación plena del Logos en la divinidad del Padre— después de Nicea no fue demasiado citada por los partidos en conflicto. En efecto, puestos entre la espada y la
pared los arrianos estaban dispuestos a reconocer que el Hijo era «verdadero Dios», puesto que ya admitían en cierto sentido que era Dios y que existía realmente.

La precisión posterior —«engendrado, no creado» (yevvr|9évTa oí) 7totT|9évTa: Dossetti, 230.6)— intentaba rebatir una de las ideas más conocidas del arrianismo, la asimilación
entre «engendrado» y «creado». En su claridad no ofrecerá ya motivos de contraste o de ambigüedad después del año 325.
Muy distinto era el caso de la fórmula «consustancial al Padre» (ónooúaiov i& Ilaipí: Dossetti, 230.6). Con este término se expresa indudablemente el rechazo más claro de las posiciones amanas, afirmando que el Hijo comparte y participa del mismo
ser del Padre. Pero se trataba de un término controvertido, objeto de una serie de reservas, y no sólo por parte de los arríanos. Los motivos de estas dificultades eran varios. En primer lugar, homoousios parecía insinuar el peligro de una concepción materialista de la divinidad, en la que el Padre y el Hijo se entendieran como partes o porciones separables
de una sustancia concreta. Además, daba lugar a la sospecha de modalismo o sabelianismo.

Un tercer motivo, que se aduciría un poco más tarde, era que, según la opinión de los homeousianos, homoousios habría sido objeto de una condenación en el sínodo antioqueno contra Pablo de Samosata. Finalmente, se le criticaba también por no ser un
término escriturístico. La réplica de los ortodoxos sobre este último punto reconocerá, en parte, la legitimidad de esta reserva; también a ellos les hubiera gustado adoptar expresiones del lenguaje bíblico, pero esto no era posible por el riesgo de ambigüedad
procedente de los arríanos. Además, como afirmó Atanasio, aunque no aparece expresamente en la Escritura, el homoousios refleja su intención y su sentido (De decr. Nic. syn. 21). Por otra parte, en lo que atañe al motivo de la condenación antioquena, se
sostendrá que se debió a una mala inteligencia del verdadero significado del término, en el sentido de una concepción materialista de la divinidad. Veremos dentro de poco cómo
se intenta responder al problema relativo a los orígenes y al significado de homoousios, así como a las razones y modalidades específicas de su inserción en el símbolo niceno.

La profesión de fe de Nicea no se limitaba al símbolo propio y verdadero, en tres artículos, sino que incluía además algunos anatematismos. Estos presentan una denuncia renovada y circunstanciada del arrianismo, que saca en parte su modelo de los anatematismos contenidos en la profesión de fe del sínodo antioqueno del año 324-325. El primero va dirigido contra la negación de la eternidad del Hijo y tiene ante la vista el
lema «hubo un tiempo en que no era» (Dossetti, 236.12). El segundo y el tercero remachan la doctrina de la generación eterna, condenando la idea de que el Hijo, «antes de nacer,
no era» (Dossetti, 236.13) y de que «ha nacido de la nada» (Dossetti, 238.14). En el cuarto se rechaza la doctrina según la cual el Hijo se deriva «de otra hipóstasis o sustancia» (éí; éiépaq ÜTiOGTáaeax; f| oóaíac;: Dossetti, 238.14) respecto al Padre. 

Evidentemente aquí los términos de oócría y de (móaxaaiq se utilizan con un significado equivalente.

Esto representará una fuente de equívocos y de complicaciones hasta el sínodo alejandrino del año 362, cuando se empezó a establecer una aplicación distinta de los mismos. Sin
embargo, en la época del concilio de Nicea, el occidente, Egipto y el partido ortodoxo se inclinaban a identificar los dos términos, mientras que en oriente, especialmente en los ambientes de tradición origeniana, se había difundido también el significado de
imóaxamc, como «persona» o «ser individual». Finalmente, en el último anatematismo se rechaza la tesis de que el Hijo de Dios es xpeTtióv f\ akXoianóv (Dossetti, 240.15), derse en el sentido de «sometido a un cambio moral» o «pecable». Semejante idea se la había atribuido a Arrio su obispo Alejandro (Ep. encíclica 8: Opitz
4b): el Logos estaría exento de cambio únicamente por un acto de su voluntad, pero no por su constitución ontológica, ya que esto se atribuye exclusivamente a Dios.

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continuará

del libro:  del libro: HISTORIA DÉLOS CONCILIOS ECUMÉNICOS


G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH

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