viernes, 26 de octubre de 2012

Desarrollo del concilio



Desarrollo del concilio

El concilio se reunió el 20 de mayo del año 325 en el palacio imperial de Nicea (Sócrates, HE I, 13), en donde Constantino presidió la sesión inaugural. Al faltarnos las actas sinodales, no nos es posible reconstruir con precisión el desarrollo de la asamblea.
Tenemos que referirnos sobre todo al testimonio de Eusebio de Cesárea (V. Const. III, 10-13), que habla por extenso de los aspectos protocolarios y en mayor medida de los
términos del debate doctrinal y pasa por alto el examen de las cuestiones disciplinares.

La descripción de la Vida de Constantino ha de completarse de todas formas con una carta de Eusebio a su Iglesia de Cesárea (Opitz 22), que nos abre algunos resquicios de luz sobre las circunstancias en que se llegó a la composición del símbolo. Otras noticias contemporáneas, también por desgracia de carácter bastante sumario, se deducen de Atanasio (De decr. Nic. syn.19; Ep. ad Afr. 5) y de Eustacio de Antioquía (Teodoreto,
HE I, 8). Sobre esta base es difícil, entre otras cosas, definir la manera como se organizó el concilio y se fueron sucediendo sus diversas sesiones, con la respectiva agenda de temas.

Se piensa que la presidencia la ocupó Osio de Córdoba, no porque se tratara del legado romano, sino como delegado del emperador. Pero hay que indicar que, según el informe que nos hace Eusebio (V. Const. III, 13), el mismo Constantino presidió los
30 Historia de los concilios ecuménicos debates, al menos en lo que atañe al problema doctrinal. De todas formas, tanto si Osio
fue su presidente, como si esta función estuvo encomendada a varias personas, hay que afirmar que Constantino se reservó la posibilidad de intervenir directamente en los trabajos
de la asamblea. Hasta su conclusión, que hay que colocar probablemente en torno al 25 de julio, el emperador siguió siendo el centro de la misma.

La apertura del concilio, en la sala principal del palacio imperial, se realizó en medio de una solemne escenografía, cuyos particulares nos expone Eusebio de Cesárea (V. Const. III, 10-13). Precedido por los cortesanos de fe cristiana, Constantino hizo su
entrada en el aula conciliar, pero no ocupó su sitio hasta que los obispos le hicieron la señal de que podía sentarse. Luego fue saludado con un breve discurso por el primero de los obispos alineados a su derecha, quizás Eusebio de Cesárea (Sozomeno, HE I, 19, 2) o más probablemente Eustacio de Antioquía (Teodoreto, HE I, 7, 10). El emperador respondió a este saludo con una alocución en la que renovó sus deseos de concordia
eclesial. Una vez más Constantino recordó su reciente victoria contra Licinio y su desagradable sorpresa de ver turbada la paz de la Iglesia, siendo así que había quedado restablecido el orden del Estado. De aquí la exhortación a examinar junto con los obispos
reunidos las causas de la discordia y a regular el conflicto en términos de paz.

Después de todo lo que hemos indicado sobre el estado de las fuentes sólo nos es dado intentar una reconstrucción ampliamente conjetural de este debate. Los que atribuyen un peso condicionante a los resultados del concilio antioqueno anterior a Nicea, tienden
a sostener que la primera cuestión de la que tuvieron que ocuparse los padres conciliares fue la readmisión de los que habían sido excluidos temporalmente de la comunión eclesial.

Se supone entonces que Eusebio de Cesárea, cuando se le pidió que justificase sus propias convicciones dogmáticas, mostró el símbolo bautismal de su Iglesia.

Pero otras fuentes sugieren una situación distinta. Según dichas noticias, los primeros en intervenir en la discusión sobre los temas centrales de la controversia arriana habrían sido los «lucianistas» o seguidores de Arrio, proponiendo una fórmula de fe que no
conocemos. Según Eustacio de Antioquía (Teodoreto, HE I, 8, 1-2), su autor era un tal «Eusebio», que a veces se ha identificado con Eusebio de Nicomedia. Según Teodoreto, por el contrario, esa fórmula se remontaba a un grupo de obispos filoarrianos compuesto
por Menofantes de Efeso, Patrófilo de Escitópolis, Teógnides de Nicea, Narciso de Neroníades, así como Segundo de Tolemaida y Teona de Marmárica (Teodoreto, HE I, 7, 14). Sean cuales fueren los responsables directos del texto propuesto al concilio, parece
ser que contra él se levantaron vivas protestas del resto de la asamblea. En este punto habría intervenido Eusebio de Cesárea, presentando como solución de compromiso el credo que profesaba su Iglesia (Ep. ad Caes. 2).

Según esta versión, los arríanos tomaron la iniciativa al comenzar el debate doctrinal.

Por eso, apelando precisamente a ella, se ha pensado que el documento de los «lucianistas» había sido presentado de forma autónoma y no por petición de los adversarios. Pero a
juicio de otros no hemos de olvidar que los arríanos, después del resultado para ellos negativo del concilio antioqueno, se mantuvieron necesariamente a la defensiva. En particular, debieron darse cuenta de que constituían una minoría. Consiguientemente, en
vez de tomar provocativamente la iniciativa en la discusión (como parecen sugerir los testimonios de Eustacio y de Teodoreto, especialmente el segundo), los amaños habrían
puesto más bien su confianza en los intentos pacificadores de Constantino, evitando pronunciamientos excesivamente caracterizados. Esto es lo que parece apoyar el relato
un tanto vago de Eusebio de Cesárea en la carta a sus diocesanos, así como una alusión de Atanasio, que recuerda cómo en Nicea se invitó a los arríanos a que expusieran su propio punto de vista (De decr. Nic. syn. 3).


Las circunstancias del símbolo niceno:
la carta de Eusebio de Cesárea a su comunidad

El acto más importante del concilio, el que habría de asegurar su éxito histórico, fue la redacción y aprobación de la definición de fe en la forma de un «símbolo» o compendio de las verdades esenciales, profesadas por la Iglesia. También para este episodio central hemos de remitirnos al testimonio, en varios aspectos problemático, de Eusebio de Cesárea.

En una carta a los fieles de su diócesis, escrita con ocasión de la decisión conciliar, mientras se encontraba todavía en Nicea, cuenta cómo se llegó a redactar el texto del símbolo sobre la base de una propuesta suya. En realidad, más que ver en ello el simple
deseo de informar oportunamente a su comunidad, es lícito suponer que nos encontramos ante una operación de carácter apologético. El obispo de Cesárea no sólo omite la condena que se le había infligido en Antioquía y ofrece una explicación forzada del texto de Nicea para hacerlo cuadrar con sus planteamientos doctrinales, sino que deja vislumbrar ya una actitud defensiva en la preocupación por el hecho de que su Iglesia haya podido recibir noticias inexactas. Pues bien, según la presentación que hace Eusebio, el símbolo niceno no sería más que una reelaboración de la profesión de fe que él había expuesto al concilio.

Después de haberlo leído, el mismo Constantino habría expresado su aprobación, pidiendo tan sólo que se completasen algunas de sus formulaciones. Sin embargo, como veremos más adelante, el texto aprobado en Nicea resulta bastante distinto del de Eusebio y es
ésta la verdadera razón por la que él tiene que aclarar a su Iglesia cómo fue posible que !>e adhiriese a él.
La carta comienza invocando el argumento de la tradición, tal como lo había hecho Arrio en una profesión de fe dirigida a Alejandro de Alejandría antes de Nicea (Opitz 6), aunque aquí aparece más desarrollada la reivindicación del carácter doctrinal. La
profesión de Eusebio se arraiga en la paternidad en la fe, garantizada por el obispo, y en el depósito que le trasmitieron sus predecesores en el episcopado. Recuerda cómo esta fe fue para él objeto de la primera instrucción bautismal, cómo corresponde a la enseñanza de las Escrituras y cómo él la profesó y la enseñó tanto de presbítero como de obispo.

Por consiguiente, Eusebio tiene interés en señalar el arraigo en una tradición bien consolidada y a la vez la coherencia de su propia actitud. Viene luego el contenido de la profesión dispuesto en tres artículos principales (Padre, Hijo —naturalmente más amplio—
y Espíritu santo). De estos enunciados centrales se vuelve luego sobre cada uno de ellos, con la intención de confirmar la teología de las tres hipóstasis, que tiene su último fundamento en las instrucciones del Resucitado a los discípulos (cf. Mt 28, 19).
La profesión de fe se cierra con la solemne confirmación de su lealtad y de su fidelidad, en presencia de Dios omnipotente y del Señor Jesús.

Ha parecido normal considerar este texto como la profesión de fe bautismal de la Iglesia de Cesárea, aunque no sabemos con certeza si por aquella época conocía ya un texto fijo. Pero, ante todo, las características de esta fórmula bautismal pueden hallarse
únicamente en la primera parte, que comprende los tres artículos. Por otro lado, es difícil ver allí solamente una profesión privada de fe, ya que Eusebio no intenta exponer su opinión personal, sino la doctrina de la Iglesia, en concreto de su Iglesia de Cesárea.
Por eso no se diferenciaba de la fe bautismal del simple cristiano y, aunque no constituyese una profesión formal de fe, utilizada en el contexto del bautismo, podía muy bien someterse a la verificación de la comunidad.

El texto de Eusebio excluía con toda claridad el modalismo (Ep. ad Caes. 5), pero no podía ser de gran ayuda en orden al problema de las relaciones entre el Padre y el Logos, que estaba en el centro de la discusión dogmática. Por otra parte, en la continuación
de la carta se ve obligado a reconocer estos límites, al menos indirectamente. Una vez expuestas sus convicciones de fe, nadie podría objetar nada contra Eusebio; pero el 
emperador, al ser el primero en manifestar su aprobación, habría invitado únicamente a añadir el término «consustancial». No obstante la asamblea, en opinión de Eusebio, fue
en cierto sentido más allá de las indicaciones dadas por Constantino, construyendo otro texto en torno a este término.
Del relato que hace Eusebio del modo como se llegó al símbolo niceno, casi podría decirse que se trató de un golpe de mano por parte de ciertos obispos no bien identificados.

De hecho, deja vislumbrar que la iniciativa dogmática residía en otras manos dentro de la asamblea. De todas formas, no hay que excluir que el texto de Eusebio pudo haber desempeñado, en cierta medida, la función de primer esbozo o de término de referencia
para la redacción del símbolo, y que el obispo de Cesárea pudo haber contribuido, junto con otros amaños moderados, a precisar mejor con una serie de preguntas el sentido de las expresiones más delicadas, empezando por el «consustancial». No obstante, el precedente más significativo de la elaboración de un credo sinodal (aunque no haya que pensar necesariamente en una influencia cercana) se encuentra en la profesión de fe del concilio antioqueno del año 324-325 (CPG 8509). A pesar de su carácter prolijo (no
privado de paralelismos con las fórmulas de los concilios posteriores), está construida como un credo y posee igualmente su estructura. Su base debió estar constituida por algún credo ya existente, muy probablemente de uso local. Sobre él debieron ir haciéndose algunas modificaciones e integraciones en relación con la controversia en acto, de manera similar a lo que ocurriría en Nicea. En particular hay que resaltar el gran interés que
revisten los anatemas, ya que anticipan, prestando una mayor atención al pensamiento de Arrio, los que formularían luego los padres nicenos.




La fe de Nicea

La interpretación que avanza Eusebio en su carta a la comunidad de Cesárea, incluso en relación con el trasfondo que nos revela el credo del sínodo antioqueno del año 324- 325, parece por tanto difícil de sostener. Además, una comparación profunda entre el
símbolo niceno y la profesión de fe presentada a la Iglesia de Cesárea pone de manifiesto una mayor diversidad que la que Eusebio pretende hacernos creer. No se trata únicamente
de las distinciones introducidas por las inserciones más claramente antiarrianas del símbolo niceno. Aunque se quiten esas añadiduras, el símbolo niceno y el credo de Cesárea —semejantes a primera vista— presentan en realidad numerosas divergencias. Las diferencias textuales en el primero y en el tercer artículo, aunque pueden parecer insignificantes, precisamente en cuanto tales revelan que el texto base del símbolo niceno debió ser otro. Además, especialmente la estructura del segundo artículo, depurada de las formulaciones antiarrianas, revela su diversidad respecto al texto de Eusebio. El análisis del símbolo niceno invita más bien a asimilarlo al tipo de credo conocido como «jerosolimitano-
antioqueno», por las muchas analogías que muestra con dos símbolos citados por Epifanio y con el que fue objeto de las explicaciones de Cirilo de Jerusalén en sus Catcquesis. Sobre él se aportaron las modificaciones en sentido antiarriano, de las que
nos informa también la carta de Eusebio de Cesárea.
Precisamente en las llamadas «interpolaciones» o inserciones antiarrianas es donde se declara con mayor evidencia la intención doctrinal del símbolo niceno, dirigida a rebatir unos errores específicos profesados por el arrianismo o, por lo menos, atribuidos
a él por la mayor parte del episcopado. Siguiendo el orden con que se presentan en el texto, la primera de estas formulaciones se basa en la expresión «es decir, de la esencia (o 'sustancia') del Padre» (xouxácmv ¿K xf^ otaíaq xou Jiaxpóq: Dossetti, 228.3-4).
Se intenta aquí replicar a las tesis tan conocidas de los amaños según las cuales el Logos ha sido creado de la nada y no se da ninguna comunión ontológica entre el Hijo y el Padre. Se afirma entonces que el Hijo comparte la esencia del Padre, introduciendo un concepto que se remacha poco después con el término óuo-ov3o"to<; («de la misma esencia» o «sustancia»).

En el informe que nos ha dejado Atanasio del debate dogmático del concirio {De decr. Nic. syn. 19; Ep. ad Af. 5) se observan las reservas de los obispos ante esta formulación que se percibía como no-bíblica. Inicialmente se habría llegado a una convergencia
sobre la expresión «de Dios», que podía basarse en un uso neotestamentario bien conocido (cf. Jn 8, 42). Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que también la habían hecho suya los arrianos, pues podían muy bien manipularla y adaptarla a sus
doctrinas (en efecto, recordaban cómo Pablo en 1 Cor 8, 6 y 2 Cor 5,18 había sostenido que todas las cosas son «de Dios»). Por consiguiente, si se quería eliminar toda ambigüedad, era preciso superar los límites del lenguaje bíblico.

A pesar de ello, la ruptura con la tradición era menor de lo que podría parecer. La expresión ¿K tf¡<; OUCTÍCK; no era realmente nueva, dado que es posible reconstruir su historia al menos desde cien años antes de Nicea. El punto de partida puede señalarse
ya en Tertuliano (Adv. Prca. 4). Al desarrollar su cristología del Logos con la ayuda de los conceptos de ratio y sermo, Tertuliano precisaba que con este último término (referido al Verbo expresado o «exteriorizado» en el momento de la creación) no se entendía una
simple expresión o efecto físico, sino una propia y verdadera sustancia que procede de la sustancia del Padre. Después de él, también en el ámbito latino, Novaciano había proseguido en la misma dirección llamando al Hijo Sermo, una sustancia divina que
procede del Padre. También Orígenes, a pesar de que se diferenciaba de los teólogos latinos al sostener que el Hijo es engendrado ab aeterno y al poner en guardia contra una interpretación materialista del proceso generativo, parece ser que usó esta expresión en tres pasajes, por otra parte de dudosa autenticidad {In Ioh. fr. 9; In Rom. IV, 10; In Hebr.). Sin embargo, antes de Nicea, Eusebio de Cesárea se había mostrado bastante
reservado ante esta expresión, a pesar de que no la rechazó claramente como su homónimo de Nicomedia. La idea era combatida abiertamente por los arrianos y por sus defensores,
como se deduce de los pasajes contenidos en la carta de Arrio a Alejandro (Opitz 6; cf. 3, 5; probablemente también en la Thalia) y de la carta de Eusebio de Nicomedia a Paulino de Tiro (Opitz 8). Así se explicaría la inserción, claramente polémica, en el
símbolo niceno, aunque no se dice nada de la acepción precisa que se le atribuía. Más aún, como se nota en el anatematismo final, el término oücría tiende a ser considerado como sinónimo de bnóaxaoic,, agravando así la ambigüedad en la interpretación del
símbolo niceno.

La segunda formulación introducida con una función antiarriana consiste en la afirmación:

«Dios verdadero de Dios verdadero» (9EÓV áX,r|9tvóv EK OEOO áX,r|9ivoO: Dossetti, 228, 4-5). La teología arriana subrayaba la absoluta unicidad divina del Padre, apelando a Jn 17, 3. Así, para Eusebio de Cesárea el Padre es «verdadero Dios», mientras
que el Logos es «Dios». Por otra parte, esta cláusula —aunque intentaba subrayar la participación plena del Logos en la divinidad del Padre— después de Nicea no fue demasiado citada por los partidos en conflicto. En efecto, puestos entre la espada y la
pared los arrianos estaban dispuestos a reconocer que el Hijo era «verdadero Dios», puesto que ya admitían en cierto sentido que era Dios y que existía realmente.

La precisión posterior —«engendrado, no creado» (yevvr|9évTa oí) 7totT|9évTa: Dossetti, 230.6)— intentaba rebatir una de las ideas más conocidas del arrianismo, la asimilación
entre «engendrado» y «creado». En su claridad no ofrecerá ya motivos de contraste o de ambigüedad después del año 325.
Muy distinto era el caso de la fórmula «consustancial al Padre» (ónooúaiov i& Ilaipí: Dossetti, 230.6). Con este término se expresa indudablemente el rechazo más claro de las posiciones amanas, afirmando que el Hijo comparte y participa del mismo
ser del Padre. Pero se trataba de un término controvertido, objeto de una serie de reservas, y no sólo por parte de los arríanos. Los motivos de estas dificultades eran varios. En primer lugar, homoousios parecía insinuar el peligro de una concepción materialista de la divinidad, en la que el Padre y el Hijo se entendieran como partes o porciones separables
de una sustancia concreta. Además, daba lugar a la sospecha de modalismo o sabelianismo.

Un tercer motivo, que se aduciría un poco más tarde, era que, según la opinión de los homeousianos, homoousios habría sido objeto de una condenación en el sínodo antioqueno contra Pablo de Samosata. Finalmente, se le criticaba también por no ser un
término escriturístico. La réplica de los ortodoxos sobre este último punto reconocerá, en parte, la legitimidad de esta reserva; también a ellos les hubiera gustado adoptar expresiones del lenguaje bíblico, pero esto no era posible por el riesgo de ambigüedad
procedente de los arríanos. Además, como afirmó Atanasio, aunque no aparece expresamente en la Escritura, el homoousios refleja su intención y su sentido (De decr. Nic. syn. 21). Por otra parte, en lo que atañe al motivo de la condenación antioquena, se
sostendrá que se debió a una mala inteligencia del verdadero significado del término, en el sentido de una concepción materialista de la divinidad. Veremos dentro de poco cómo
se intenta responder al problema relativo a los orígenes y al significado de homoousios, así como a las razones y modalidades específicas de su inserción en el símbolo niceno.

La profesión de fe de Nicea no se limitaba al símbolo propio y verdadero, en tres artículos, sino que incluía además algunos anatematismos. Estos presentan una denuncia renovada y circunstanciada del arrianismo, que saca en parte su modelo de los anatematismos contenidos en la profesión de fe del sínodo antioqueno del año 324-325. El primero va dirigido contra la negación de la eternidad del Hijo y tiene ante la vista el
lema «hubo un tiempo en que no era» (Dossetti, 236.12). El segundo y el tercero remachan la doctrina de la generación eterna, condenando la idea de que el Hijo, «antes de nacer,
no era» (Dossetti, 236.13) y de que «ha nacido de la nada» (Dossetti, 238.14). En el cuarto se rechaza la doctrina según la cual el Hijo se deriva «de otra hipóstasis o sustancia» (éí; éiépaq ÜTiOGTáaeax; f| oóaíac;: Dossetti, 238.14) respecto al Padre. 

Evidentemente aquí los términos de oócría y de (móaxaaiq se utilizan con un significado equivalente.

Esto representará una fuente de equívocos y de complicaciones hasta el sínodo alejandrino del año 362, cuando se empezó a establecer una aplicación distinta de los mismos. Sin
embargo, en la época del concilio de Nicea, el occidente, Egipto y el partido ortodoxo se inclinaban a identificar los dos términos, mientras que en oriente, especialmente en los ambientes de tradición origeniana, se había difundido también el significado de
imóaxamc, como «persona» o «ser individual». Finalmente, en el último anatematismo se rechaza la tesis de que el Hijo de Dios es xpeTtióv f\ akXoianóv (Dossetti, 240.15), derse en el sentido de «sometido a un cambio moral» o «pecable». Semejante idea se la había atribuido a Arrio su obispo Alejandro (Ep. encíclica 8: Opitz
4b): el Logos estaría exento de cambio únicamente por un acto de su voluntad, pero no por su constitución ontológica, ya que esto se atribuye exclusivamente a Dios.

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continuará

del libro:  del libro: HISTORIA DÉLOS CONCILIOS ECUMÉNICOS


G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH

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jueves, 25 de octubre de 2012

El concilio de Nicea (325)



El concilio de Nicea (325)
La convocatoria del concilio

Como en sus precedentes inmediatos, un perfil histórico del primer concilio ecuménico no puede ignorar la abundancia de lagunas en nuestras informaciones, ni tampoco el carácter controvertido y problemático de las fuentes de que disponemos, al menos para
un número bastante relevante de temas, sucesos y figuras. Estas dificultades resultan evidentes si se comparan las fuentes sobre Nicea con el material que se nos ha trasmitido
sobre los concilios de Efeso y de Calcedonia, para los que podemos utilizar varias colecciones de actas conciliares. La ausencia de esta documentación condiciona en gran medida los intentos de una reconstrucción histórica.

Podemos darnos cuenta de ello, apenas intentamos definir las circunstancias de la convocatoria del concilio. No es seguro que Constantino pensara desde el principio en Nicea como sede de la asamblea, puesto que en una carta suya, que nos ha trasmitido
solamente una fuente siriaca (CPG 8511; Opitz 20), se indica que en un primer tiempo se había fijado en la ciudad de Ancira, en Galacia. Esta cuestión no es secundaria, si se
considera la importancia que la situación geográfica reviste en la historia de los concilios ecuménicos, tanto antiguos como posteriores. Quizás la elección de Ancira —una localidad
marginal respecto a los principales centros eclesiásticos y a la propia residencia del emperador— se debió inicialmente a la presencia en aquella sede episcopal de un firme opositor del arrianismo como Marcelo, antes de que Constantino, dado el éxito del concilio antioqueno, decidiera tomar de nuevo la iniciativa con una política más moderada, intentando evitar un enfrentamiento cada vez más profundo entre corrientes contrarias,
según la línea que manifestaba en la carta a Alejandro y a Arrio.
Desde este punto de vista, el traslado a Nicea, aunque motivado por razones logísticas y climáticas, puede interpretarse como un gesto favorable a los arríanos. No sólo se trataba de una sede cercana a la residencia imperial de Nicomedia, sometida por tanto a
la influencia directa de la corte, sino también de una región que, empezando por el metropolita Eusebio de Nicomedia y por el mismo obispo de la ciudad, Teógnides, se había mostrado muy benévola para con Arrio y sus ideas. En consecuencia, si la decisión
del emperador no dependía únicamente de necesidades prácticas, sino que intentaba además marcar una línea política, las premisas relacionadas con el concilio no eran entonces tan desfavorables a los exponentes más conspicuos del arrianismo, denunciados
poco antes en Antioquía y objeto de críticas por parte de los adversarios de Arrio. En resumen, en este caso los dos Eusebios tenían ciertas esperanzas, con tal que mantuvieran
una línea moderada y no demasiado expuesta en la defensa de las ideas del presbítero alejandrino.

La iniciativa de convocar el concilio fue ciertamente obra del emperador, aunque no hay que excluir una influencia de sus consejeros de política eclesiástica, entre los cuales
sabemos que se distinguía Osio de Córdoba. La presencia del obispo español al lado de Constantino, aunque contribuyó a hacer que se escuchara también la voz de occidente, no tiene que verse de ninguna manera como una representación formal de Roma. Por
otra parte, las razones que movieron al emperador a convocar el concilio no se reducían únicamente a los problemas —ciertamente urgentes— suscitados en el oriente cristiano por la controversia arriana. El programa de Constantino era de más amplios vuelos e
intentaba realizar una pacificación general y una nueva organización de la Iglesia, que se había convertido poco a poco en una institución fundamental del imperio romano. Así
el concilio, además de poner término al conflicto arriano, se veía llamado también a eliminar los otros motivos de crisis que perturbaban la paz eclesial, por ejemplo los
residuos del cisma que se había originado en Antioquía después del año 268, con la condenación de Pablo de Samosata, o bien el cisma meleciano en Egipto. La unidad en la disciplina eclesiástica tenía que obtenerse además con la superación de las diferencias
que todavía perduraban entre las Iglesias sobre la modalidad de la celebración de la pascua. De esta manera, la tarea señalada al concilio se relacionaba con las esperanzas y necesidades que desde hacía tiempo estaban pidiendo una solución.


Los «318 padres»

A fin de alcanzar estos objetivos —como nos informa Eusebio de Cesárea en la Vida de Constantino III, 6-7, la fuente más importante para conocer el desarrollo del concilio,
aunque vaga e incompleta en muchos puntos—, el emperador pidió una amplia participación y puso a disposición de la asamblea los medios estatales, de manera que se favoreciese la intervención del mayor número posible de obispos. A pesar de esto, los
participantes en el concilio procedían en su casi totalidad de las Iglesias de oriente. La presencia occidental era muy limitada: además de Osio, asistieron dos presbíteros, Vito y Vicente, como legados de Roma, mientras que es incierta la participación de otros dos obispos latinos. Este dato seguirá siendo constante para todos los concilios ecuménicos de la antigüedad y aparecerá ligado al papel de representación general de occidente que
asumió Roma, por ser el antiguo patriarcado de esta área tan amplia, o bien por otras razones más contingentes como pueden ser las dificultades del viaje y los costes de tales
desplazamientos (aun cuando para cubrirlos intervenía de ordinario la hacienda imperial).

Tanto en la descripción de Eusebio como en el retrato más tardío de Atanasio, se subraya de todas formas la universalidad del concilio, visto como un nuevo pentecostés.

No cabe duda de que el carácter «ecuménico», o más propiamente «irénico», de la asamblea quedaba recalcado por el hecho de que también fueron invitados a ella algunos grupos enfrentados entre sí y algunos exponentes cismáticos. Pero no sabemos si ya el
propio concilio se autodenominó «ecuménico», como lo designó más tarde Eusebio de Cesárea (V. Const. III, 7) y Atanasio (Apol. sec. 7, 2). De todas formas, no es posible asumir desde el principio en dicha connotación aquellos significados teológicos que
adquirirá después a lo largo del siglo IV, en oposición a los sínodos amaños celebrados en oriente.

El número de participantes no está claro en nuestras fuentes. La lista de los miembros del concilio, reconstruida más tarde en el sínodo de Alejandría (362), ha llegado hasta nosotros en varias recensiones (CPG 8516). En consecuencia, los autores modernos que han tratado este tema han llegado a cálculos muy distintos: hay quien limita su número a 194 (Honigmann) y quien llega por el contrario a 220 o 237 (Gelzer). Pero los mismos
contemporáneos del concilio ofrecen cifras diferentes. Oscilan entre los 250 de Eusebio  de Cesárea (V. Const. III, 8), los 200 o 270 de Eustacio de Antioquía (Teodoreto, HE I, 8, 1) y los 300 de Constantino (Sócrates, HE I, 9, 21) y Atanasio (Apol. sec. 23, 2),
hasta el número altamente simbólico de 318, que posteriormente se hizo tradicional.

Inspirándose en los 318 servidores de Abrahán de Gen 14, 14, desde la segunda mitad del siglo IV el concilio de Nicea será denominado comúnmente como el «concilio de los
318 padres» (Hilario de Poitiers, De Syn. 86).

Aunque algunos opositores del concilio habían mostrado dudas sobre la talla teológica de los padres de Nicea, asistieron personalidades significativas. Al lado de su obispo
Alejandro hay que señalar al joven diácono Atanasio (2957-373), destinado a convertirse en el adversario por excelencia del arrianismo. Uno de los miembros más distinguidos
de la asamblea era Marcelo de Ancira (f 375?). Exponente de la tradición asiática monarquiana, aunque con una profundización particular en el papel del Logos, su nombre estaría unido por largo tiempo al de Atanasio en la resistencia más fuerte contra el
arrianismo y en defensa del dogma de Nicea, aunque no sin atraer sobre sí la sospecha de monarquianismo. Otra figura destacada era la de Eustacio de Antioquía (t 345?), también dentro de la tradición asiática. Finalmente, no podemos olvidar entre los obispos
con simpatías para con el arrianismo más o menos acentuadas a Eusebio de Cesárea y Eusebio de Nicomedia.

Junto a los obispos eran numerosos los miembros del clero (diáconos y presbíteros), sin que faltara —según algunas fuentes— la presencia de laicos, especialmente de los que ejercían la profesión de dialécticos o controversistas. Este aspecto —que en cierta medida aparece también envuelto en elementos legendarios (Rufino, HE I, 3)— subraya el gran interés que suscitó la controversia sobre el arrianismo y la gran semejanza del
concilio con las instancias judiciales, lo que requería la intervención de un personal especializado. En este contexto se comprende cómo la ocasión del concilio fue aprovechada por muchos para presentar libelos o denuncias contra obispos y presbíteros, para
vengarse de ellos. No obstante, Constantino, al comenzar la asamblea, ordenó quemar toda la masa de documentos que le habían presentado los padres, reservando la sentencia
sobre ellos para el día del juicio final (Sozomeno, HE I, 17).

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continúa 

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del libro: HISTORIA DÉLOS CONCILIOS ECUMÉNICOS


G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH

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martes, 23 de octubre de 2012

El desarrollo de la reflexión trinitaria antes de Nicea




El desarrollo de la reflexión trinitaria antes de Nicea

Una vez derrotado Licinio y unificado el imperio bajo su cetro (324), Constantino vio comprometida la paz religiosa, y con ella aquella concordia del organismo civil que tanto le preocupaba, debido a la controversia que había surgido unos años antes en
De Nicea a Calcedonia Alejandría y que luego se extendió a las otras Iglesias de oriente, en torno a las ideas trinitarias de Arrio (2607-337?). Las razones inmediatas y las circunstancias precisas del conflicto que se planteó entre el presbítero alejandrino y su obispo Alejandro (312-328) no son fáciles de aclarar, ya que muchos de los elementos del trasfondo teológico, que
los investigadores suponían hasta ahora, resultan hoy poco seguros.

De todas formas, podemos considerar esta disputa doctrinal —referida al problema de la relación entre el Hijo o Logos de Dios y Dios Padre— como el punto de llegada de una reflexión que
había durado más de dos siglos, especialmente dentro del cristianismo oriental.

En este ambiente, que alcanzó muy pronto un gran florecimiento intelectual, habían ' aparecido a lo largo de los siglos II y III diversos esbozos de un pensamiento cristológico
que intentaba dar cierta organicidad a los puntos contenidos ya en el nuevo testamento, en donde la función atribuida a Jesucristo en el plano de la salvación va acompañada de su reconocimiento como Hijo de Dios preexistente. Al declarar que el Crucificado y el
Resucitado era la persona misma del Logos, en comunión con el Padre desde toda la eternidad y artífice junto con él de la obra de la creación, nacía la exigencia de explicar los términos de esa relación. Entre los diversos intentos se había ido imponiendo un
modelo cristológico que, adoptando con el evangelio de Juan el concepto de Logos, recurría a una categoría fundamental para la filosofía helenista. Efectivamente, gracias a ella se había intentado resolver el problema de la relación entre Dios y el mundo,
introduciendo la noción de un ser intermedio, capaz de colmar el abismo que separa la realidad divina, transcendente e inmutable, del cosmos mudable y finito. En su versión cristiana, la idea del Logos se había identificado con el Hijo preexistente y mediador de
la creación.

La teología del Logos tendía entonces a ver la relación entre el Padre y el Hijo como una relación de subordinación del segundo al primero, convencida de que por este camino no se comprometía el dogma de la unidad de Dios. No obstante, la idea del Logos, tal
como se aplicaba en las cosmologías filosóficas, en donde servía de base a la afirmación de la eternidad del mundo, llevaba consigo una dificultad no pequeña para el pensamiento cristiano de la creación. 

Por otra parte, si el mundo no es eterno, la acción del Logos
como mediador y revelador ¿es limitada en el tiempo, en relación con las criaturas?; y entonces ¿hay que considerarlo como no coeterno con el Padre? En línea con este planteamiento,
Orígenes, autor del esfuerzo sistemático más atrevido que se había llevado a cabo en la teología cristiana anterior a Nicea, tuvo que enfrentarse precisamente con estas dificultades, pero su solución tropezó muy pronto con fuertes resistencias y finalmente
fue rechazada por la Iglesia antigua. Para evitar el riesgo de sostener la no-eternidad del Logos, Orígenes ideó la doctrina de la preexistencia de las almas, que implicaba la noción
de una creación eterna. Sin embargo, al ser puesta en entredicho esta doctrina, se agudizó el problema derivado de la estrecha correlación entre el Logos y la creación, es decir, si
el Logos entraba en la categoría de lo creado. Arrio dio a este problema una respuesta positiva, suscitando así las controversias que llevarían a la definición de Nicea.

Con todo, en la evolución de las doctrinas sobre la Trinidad el capítulo representado por Orígenes merece ser recordado también por la aportación que dio a la fijación de un esquema y de una terminología trinitaria. Su aportación consistió esencialmente en la
distinción de las tres hipóstasis divinas del Padre, el Hijo y el Espíritu santo. Este sistema de relaciones entre las hipóstasis de la Trinidad ofrece el cuadro para el desarrollo teológico
de la Iglesia griega y ofrece un antídoto contra el peligro monarquiano y sus variantes (como el modalismo y el patripasianismo), que acentúan excesivamente la unidad de Dios
hasta comprometer las diferencias hipostáticas. Por otro lado, la doctrina origeniana de las tres hipóstasis supone también un problema terminológico, que anticipa en parte las
complicaciones posteriores a Nicea, ya que se habla también en ella de tres ousiai («esencias» o «sustancias», que pueden entenderse en sentido genérico o individualizado) o de tres pragmata («realidades» o «seres»), dando lugar a la sospecha de triteísmo,
especialmente a los ojos de la Iglesia occidental muy atenta a una visión unitaria de la divinidad y por eso mismo poco sensible a las seducciones de la teología «pluralista» de tradición origeniana.

Además, al subrayarse la distinción hipostática, se planteaba el
problema de cómo garantizar la unidad de Dios. Afirmando a Dios Padre como único principio (y, al menos en este sentido, acogiendo la instancia monarquiana), era difícil mantener la unidad del ser de Dios para los que reconocían las tres hipóstasis, sin recurrir
a un modelo subordinacionista (el Padre, el Hijo y el Espíritu dispuestos en un orden decreciente, en analogía con los modelos cosmológicos de la filosofía contemporánea).

La controversia sobre el arrianismo

El esquema trinitario elaborado por Orígenes, al menos en virtud de su hipoteca subordinacionista, constituyó también probablemente una base de partida para Arrio, aunque resulta difícil señalar su dependencia directa. A primera vista sus ideas podrían
parecer como una especie de repetición de la forma extremista de la doctrina trinitaria pluralista y subordinacionista formulada a mediados del siglo III por Dionisio de Alejandría.

Este incidente teológico (durante el cual el obispo alejandrino había manifestado algunas reservas ante el término homoousios, recibido luego por Nicea) es recordado a menudo como uno de los precedentes más próximos de la crisis amana, pero sus contornos
precisos están aún lejos de ser claros. En realidad Arrio aparece como una figura bastante original antes que como intérprete radical de una escuela determinada. Lo demuestra, entre otras cosas, su vinculación con su maestro Luciano de Antioquía (t 312), personalidad destacada que había recogido en torno a sí un amplio círculo de discípulos, señalado a menudo impropiamente como el iniciador de la escuela exegética antioquena,
que anticipó quizás un subordinacionismo moderno al que podrán referirse los defensores de Arrio.

La incertidumbre sobre los orígenes del arrianismo explica por qué sigue discutiéndose todavía la cuestión relativa a la prioridad de los acentos teológicos de Arrio. En el pasado, se sostuvo generalmente que el interrogante principal se refería a la doctrina sobre Dios
y sus implicaciones trinitarias; hoy los autores se muestran inclinados a creer que se refería en primer lugar el tema cristológico-cosmológico y que estaba además acompañado
de fuertes repercusiones soteriológicas. Pero si queremos reconstruir al menos sumariamente el pensamiento del teólogo alejandrino, hemos de tener en cuenta tanto la parcialidad
de los testimonios históricos, procedentes en su mayoría de fuentes hostiles y tendenciosas, como las mismas oscilaciones de carácter táctico que manifestó a veces el personaje, según las circunstancias en que le tocó declarar sus propias convicciones
doctrinales. A pesar de estas limitaciones, es posible poner de relieve algunos aspectos centrales de las ideas profesadas por Arrio, o al menos aquellas formulaciones que dieron
pretexto al conflicto dogmático y fueron identificadas a continuación con las posiciones típicas de la corriente teológica que tomó su nombre.

Estas formulaciones pueden reducirse a una premisa fundamental, que Arrio deduce de la concepción de la absoluta unidad y trascendencia de Dios: sólo Dios es «principio no engendrado» (áyévvr|TOc; ápxrj) y la esencia de la divinidad no puede dividirse ni comunicarse a los otros, mientras que lo que existe ha sido llamado al ser de la nada.

Son estas tesis sobre Dios, compartidas además por sus propios adversarios, las que impulsaron a ver en el pensamiento de Arrio la expresión de un monoteísmo rígido, más sensible a las instancias racionales de la filosofía que al dato bíblico-kerigmático. Pero
la impresión de que partió sobre todo de la intención de mantener sólida la unidad y la unicidad divinas parecería confirmarse por las consecuencias que se sacan de esta visión De Nicea a Calcedonia de Dios para la doctrina sobre el Hijo, o bien —según una lectura distinta— del relieve que adquiere el principio de la áyevvr|ota divina (la esencia «no engendrada» de Dios), a la luz de las afirmaciones de Arrio sobre el Logos. El es «criatura» (Kxíaua o 7ioír|ua), ciertamente superior a todas las demás, pero ha sido sacado de la nada lo mismo que ellas. Así pues, como criatura, tuvo un principio. Uno de los slogans más célebres y discutidos sobre el Logos, que fueron atribuidos a Arrio, consistía precisamente en la
. afirmación, condenada luego en Nicea, según la cual «hubo un tiempo en que él no era».

Aquí Arrio rompía claramente con la doctrina origeniana de la coeternidad del Hijo con el Padre, ya que ésta implicaba a su juicio dos principios inengendrados, comprometiendo en su raíz la noción misma de la unicidad de Dios. Por consiguiente, el Hijo es distinto
del Padre, mónada absolutamente transcendente, no sólo en virtud de su hipóstasis, sino también en cuanto a su misma naturaleza.

Estas ideas, expresadas por Arrio en varios escritos (y especialmente en su obra principal, la Thalia) de los que se ha conservado muy poco, le valieron muy pronto la
condenación del propio obispo Alejandro, probablemente en torno al año 320. A pesar de eso, Arrio no se dio por vencido, aun cuando fue desterrado de Egipto. Aprovechándose de las amistades contraídas durante su periodo de estudio en Antioquía, apeló a los
«colucianistas», que se habían convertido entre tanto en miembros influyentes del episcopado oriental, así como a otros exponentes del mismo. En particular, recibió el apoyo de los obispos de Palestina, entre ellos Eusebio de Antioquía, el gran historiador de la
Iglesia, que representaba la personalidad más significativa, y sobre todo el del obispo de la capital, Eusebio de Nicomedia. Este reunió un sínodo que readmitió a Arrio y a sus seguidores en la comunión eclesial e informó de sus decisiones al episcopado oriental,
invitándole a ejercer presiones sobre Alejandro para que revisase el juicio. A su vez, el obispo de Alejandría remachó la condenación de Arrio en un gran sínodo que reunió cerca de un centenar de obispos. Una carta encíclica suya, en la que notificaba la sentencia
a las demás Iglesias, parece ser que reunió más de doscientas adhesiones (Opitz 15). De esta manera, en vez de apagarse, la controversia se amplió a toda la Iglesia oriental e
introdujo un profundo desgarramiento en su interior.



Vísperas de Nicea

Al principio Constantino vio en el conflicto una disputa inútil entre teólogos, como él mismo insinúa en una carta dirigida a los dos contendientes (Eusebio de Cesárea, V. Const. II, 64-72). El emperador envió a Alejandría al obispo Osio de Córdoba, su
consejero eclesiástico desde hacía más de un decenio, para que intentase una mediación.

Esta iniciativa fracasó, quizás entre otras cosas porque la persona del mediador, por su procedencia occidental, no era la más adecuada para captar los problemas planteados por
una reflexión trinitaria que había tenido un desarrollo distinto del de la teología latina.

No quedaba ya más que recorrer el camino hacia un concilio general, como se había hecho con la cuestión donatista en el sínodo de Arles.

De manera similar a lo que se había verificado en aquella ocasión, el resultado de Nicea parece como si hubiera sido preconstituido, por así decirlo, por un suceso análogo.

Se trata de un sínodo celebrado en Antioquía entre el año 324 y el 325, quizás bajo la presidencia de Osio, en el que participaron obispos de Palestina, de Siria y del Asia menor (la carta sinodal lleva 56 firmas). Se tomó entonces una postura anti-arriana,
confirmando la sentencia lanzada por Alejandro de Alejandría, y quedaron provisionalmente excluidos de la comunión eclesial, hasta el concilio ecuménico ya próximo, tres sostenedores de Arrio (Eusebio de Cesárea, Teodoto de Laodicea y Narciso de Neroníades), que se habían negado a firmar la fórmula anti-arriana promulgada por el concilio.

Entre los numerosos interrogantes que suscitan en los historiadores las vísperas de Nicea, el episodio de Antioquía plantea uno de especial importancia. Es muy controvertido, incluso por los testimonios limitados que hay del mismo (CPG 8509-8510), y
no resulta fácil dar un juicio sobre las consecuencias que pudo implicar para la parte arriana. Es innegable que su resultado tendía a configurar de manera desfavorable para los arrianos la situación de partida del inminente concilio ecuménico. Por otra parte, no
se puede decir que las formulaciones doctrinales del sínodo de Antioquía abriesen directamente el camino a las de Nicea. Del texto de la profesión de fe contenida en la carta sinodal (CPG 8509: Opitz 18) se deduce que la mayor preocupación dogmática del concilio procedía de la exigencia de precisar la idea de «generación» del Hijo (yevvav distinto de KTÍ^eiv), de modo que se rechazase la ecuación arriana entre «engendrar» y «crear».
En este sentido, su aportación doctrinal —a diferencia de lo que sucederá en Nicea— debe verse todavía en el ámbito de la teología trinitaria origeniana.

Decidir en un sentido o en otro la cuestión del sínodo antioqueno cambia de forma sensible el cuadro inicial del concilio niceno, ante el cual algunos personajes como Eusebio de Cesárea llegan a asumir un papel de inculpados o por lo menos se sienten obligados
a defenderse. Sin embargo, es lícito pensar que las decisiones de Antioquía, por muy significativas que fuesen, no llegaron a ser más vinculantes de lo que fue la sentencia romana del año 313 para el posterior sínodo de Arles. En efecto, se ha subrayado que
también este resultado negativo para el arrianismo debe encuadrarse de todos modos en la política de pacificación de Constantino. El emperador, ajeno al deseo de seguir orientaciones
y soluciones más radicales, tendía siempre a suavizar los extremos, y por consiguiente no habría aceptado sin más las conclusiones del concilio por la cuota de unilateralidad que contenían.

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del libro: HISTORIA DÉLOS CONCILIOS ECUMÉNICOS


G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH

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