Camino de Nicea (325)
Premisa: La primacía de los cuatro primeros concilios ecuménicos
Entre los siete concilios de la antigüedad cristiana que se siguen acogiendo como ecuménicos por la mayor parte de las Iglesias, destacan por su autoridad doctrinal y por su importancia histórica los cuatro primeros, desde Nicea (325) hasta Calcedonia (451).
La primacía que se les reconoce se deriva sobre todo del hecho de que formularon los dogmas fundamentales del cristianismo, en relación con la Trinidad (concilio I de Nicea y I de Constantinopla) y con la encarnación (Efesino y Calcedonense). Por eso, ya desde
Gregorio Magno (Ep. 1, 25) fueron vistos, junto con los evangelios, como la piedra cuadrangular puesta como fundamento del edificio de la fe. No se trata sólo de una visión teológica que brota a lo largo de un proceso secular de recepción y que contribuye a
engrandecer y a poner bajo una nueva luz el dato original. La centralidad de los primeros concilios se comprende también en el contexto más amplio de la Iglesia antigua, donde
asumen la función de puntos nucleares de una época: existe una serie de fenómenos y de problemas que converge y encuentra su cauce y su solución en los concilios, mientras que éstos marcan a su vez el comienzo de nuevos desarrollos, destinados a incidir
profundamente en la vida eclesial.
Sin duda, el grupo de los cuatro primeros concilios ecuménicos se caracteriza por una real continuidad histórica, y representa por eso mismo, también bajo este aspecto, una unidad consistente. Sin embargo, no se pueden ignorar las censuras que surgen en
su interior y que inducen a una especie de división o de simetría entre los dos primeros concilios y los otros dos. Nicea y el Constantinopolitano I trazan la línea de la elaboración
trinitaria, fijando así el marco para la evolución dogmática posterior; establecen además las premisas esenciales para la organización eclesiástica de la pentarquía (el régimen de
los cinco grandes patriarcados con su jerarquía interna), sancionada luego en Calcedonia.
Así pues, por un lado, se sitúan principalmente en el cauce de la reflexión teológica y del régimen eclesiástico del siglo IV; por otro, anticipan de forma más o menos aproximativa los sucesos posteriores. A su vez, Efeso y Calcedonia delimitan una primera
fase de las controversias cristológicas, que desde los comienzos del siglo V se prolongarán hasta finales del siglo VII. De esta manera, se inscriben —aunque sean como momentos distintos— dentro de una trayectoria que se prolonga al menos hasta el III concilio de
Constantinopla (680-681) y que parece incluso dejar huellas en las peripecias del mismo II concilio de Nicea (787).
Además, hay que tener presente otras diferencias significativas, especialmente en lo relativo al estatuto formal y —podríamos decir— la tipología de estos concilios. Así, el concilio del año 381 no es propiamente en su origen un concilio ecuménico, sino que llega a serlo en virtud de la recepción de que es objeto a partir de Calcedonia. Tampoco puede hablarse, desde un punto de vista estrictamente histórico, de «un» concilio de Efeso, ya que en el año 431 se enfrentan y combaten entre sí dos asambleas opuestas.
De nuevo, será la recepción la que confiera al concilio de Cirilo la patente de ecumenicidad.
Finalmente, aunque Nicea y Calcedonia constituyen bajo varios aspectos dos modelos de concilios afines, hay que recordar sin embargo la posición eminente del primer concilio, una especie de «canon en el canon». Mientras que la autoridad de Nicea
se mantiene como indiscutible ya a comienzos del siglo V, convirtiéndose en la medida por excelencia de la ortodoxia, Calcedonia será discutido durante mucho tiempo y su
recepción sólo podrá afirmarse definitivamente con el sexto concilio ecuménico.
Por tanto, es evidente que los cuatro primeros concilios, a pesar de presentar aspectos, estructuras y problemáticas comunes, ni deben considerarse como realidades perfectamente homogéneas entre sí, ni tampoco pueden decirse totalmente cerrados en el acto de su celebración.
De hecho, su conclusión, en cuanto que implica factores históricos de impacto más inmediato, se retrasa en el tiempo, confiriendo progresivamente a los concilios una densidad distinta y haciendo destacar progresivamente las virtualidades insertas en ellos. Esto implica necesariamente, para una reconstrucción histórica que pretenda de algún modo ser adecuada, la inclusión de la perspectiva que ofrece la recepción. Por lo demás, precisamente a la luz
de esa reconstrucción, en los concilios posteriores a Nicea se vislumbran motivos importantes de la autocomprensión manifestada por esos mismos concilios sobre su naturaleza y sus
objetivos. De esta forma las nuevas formulaciones doctrinales llegan a justificarse ante todo como una interpretación de la fe nicena, la cual, aunque considerada como la plena expresión
de la fe de la Iglesia, aparece sin embargo necesitada de precisiones y de aplicaciones ulteriores, en relación con los diversos momentos históricos, cuando se perfila el peligro de la herejía.
De los concilios locales al concilio «universal»
En el origen de esta cadena, en la que un concilio se va insertando sucesivamente como un nuevo eslabón, tenemos con el Niceno I un episodio que destaca del contexto de la vida sinodal de la Iglesia antigua, tal como se había ido desarrollando desde sus
comienzos un tanto oscuros, en la segunda mitad el siglo II, con ocasión de la crisis montañista (Eusebio de Cesárea, HE V, 16, 10). La institución del «concilio ecuménico» que nace con Nicea —aunque también es una expresión de la misma praxis conciliar que
se fue desarrollando cada vez más a lo largo del siglo III—, constituye un salto cualitativo respecto al pasado. Si se prescinde del llamado «concilio apostólico» que nos recuerda
Hech 15 (significativo, por otra parte, en la historia de los concilios antiguos, más como modelo ideal que como precedente histórico significativo), ninguna otra asamblea eclesial anterior al 325 pudo exhibir una autoridad y una representatividad similar a la de Nicea.
Esto no significa que antes de esa fecha faltasen motivos para una forma parecida de autogobierno en la Iglesia antigua. De hecho, a finales del siglo II la controversia sobre la celebración de la pascua, iniciada por el papa Víctor I (1897-198/199?), que criticaba
el uso cuartodecimano difundido en las Iglesias del Asia menor, había dado lugar a reacciones anticipadamente «ecuménicas». Sin embargo, aunque el problema se prestaba a una discusión generalizada —como de hecho se hizo—, ésta no se llevó a cabo a través de un concilio general de las Iglesias, sino mediante sínodos locales (Eusebio de Cesárea, HE V, 23-25). Las estructuras de gobierno y los modos de la comunión eclesial continúan
tan sólidamente arraigados en el horizonte de la Iglesia local y del rico pluralismo manifestado en ella, que incluso en el siglo III no surge todavía una instancia representativa
«universal». Sin embargo, en este periodo, especialmente en donde la experiencia sinodal es una costumbre bastante difundida (como ocurre en el África romana, antes y después De Nicea a Calcedonia
de Cipriano), se empieza a tomar conciencia de que, precisamente en el marco de acentuada autonomía del obispo local y de su comunidad particular, el concilio es la única posibilidad para dar expresión a la unidad de la Iglesia. Por otra parte, el elemento sinodal tampoco está ausente allí donde van surgiendo instancias eclesiales de alcance regional o suprarregional, como ocurre con las «Iglesias-madre» de Roma, en Italia, y de Alejandría,
en Egipto. Aquí se perfila ya la dialéctica entre las reivindicaciones primaciales de las sedes mayores, especialmente del obispo de Roma, y los poderes del concilio, no sólo local sino también más tarde universal, aunque esta dialéctica permanezca en estado
latente para muchos de los concilios ecuménicos antiguos.
La rica experimentación que se observa durante el siglo III, con sus tipologías ampliamente diferenciadas de concilios, asienta algunos de los presupuestos más directos para la realización del primer concilio ecuménico. Las cuestiones disciplinares se convierten
en el tema privilegiado, si no exclusivo, de los sínodos. Asoman también explícitamente las auténticas temáticas doctrinales y en el sínodo antioqueno de 268-269 —en donde el obispo de la ciudad, Pablo de Samosata, fue condenado por sus tesis en materia
de cristología— la institución conciliar asume el carácter de una «instancia procesual».
Entre las diversas modalidades adoptadas hasta entonces, era ésta precisamente la figura sinodal a la que apelaron de ordinario en su praxis los concilios ecuménicos de la antigüedad. Por una parte, la manifestación de una orientación doctrinal, percibida como
divergente respecto a la tradición y por tanto como motivo de desgarramiento de la unidad de la Iglesia; por otra, una reacción de condena y de rechazo, que se lleva a cabo mediante un juicio de la doctrina rechazada o incluso mediante el proceso de sus promotores: son éstos los polos principales de la dialéctica que atraviesa los primeros concilios. Por otra parte, si es verdad que los aspectos dogmáticos saltan al primer plano en los concilios
desde Nicea hasta Calcedonia, no agotan sin embargo toda su actividad y todo su alcance.
Junto a las definiciones doctrinales se elabora también una legislación canónica que tiene a veces, un gran peso.
Sin embargo, el aspecto procesual del momento sinodal y la normativa disciplinar promovida por los concilios adquieren toda su eficacia solamente en presencia de unas circunstancias históricas radicalmente distintas. Esta condición favorable a la consolidación
y a la extensión de la instancia sinodal se da, en tiempos de Constantino, con el paso de la persecución a la tolerancia del cristianismo y por tanto al comienzo cada vez más decisivo de un régimen de cristiandad. La realidad eclesial se convierte también en
objeto de la política del emperador, que ve en la Iglesia un elemento fundamental de su proyecto de gobierno. Entonces el concilio deja de ser una estructura interna de la Iglesia, expresión de su comunión de fe y de disciplina, para transformarse en un instrumento para la actuación del nuevo papel público de que está investida, como sostén del bienestar y de la unidad del Estado.
Pero este proceso, con todas las ambigüedades de que está cargado, no se consolida en una tipología uniforme. Aunque las fuerzas que actúan sobre la institución conciliar, en el contexto del imperio cristiano antiguo, siguen siendo idénticas en gran medida, su
diversa combinación a tenor de las situaciones históricas puede dar origen a figuras sinodales distintas.
El emperador Constantino y la institución conciliar
Aunque la acción del emperador en favor del cristianismo se desarrolló en varios ámbitos, ninguno de ellos se resintió tan profundamente de su intervención como la vida conciliar. A partir de Constantino la institución sinodal obtiene un reconocimiento jurídico concreto y sus decisiones tienen efecto en las leyes imperiales. El carácter público de las asambleas eclesiásticas queda subrayado, en particular, por el hecho de que el emperador se atribuye también la función de convocar los concilios, al menos los de interés más general, de definir las modalidades de participación y de desarrollo del mismo, y de dar finalmente una sanción legal a sus decisiones.
Aunque la acción del emperador en favor del cristianismo se desarrolló en varios ámbitos, ninguno de ellos se resintió tan profundamente de su intervención como la vida conciliar. A partir de Constantino la institución sinodal obtiene un reconocimiento jurídico concreto y sus decisiones tienen efecto en las leyes imperiales. El carácter público de las asambleas eclesiásticas queda subrayado, en particular, por el hecho de que el emperador se atribuye también la función de convocar los concilios, al menos los de interés más general, de definir las modalidades de participación y de desarrollo del mismo, y de dar finalmente una sanción legal a sus decisiones.
La transformación de la instancia conciliar en órgano del Estado, que se cumplirá y se manifestará ya sustancialmente con el Niceno I, estuvo preparada por las peripecias ligadas al primer conflicto eclesial con el que tuvo que enfrentarse Constantino, apenas
se afianza su poder en occidente y se produce con él el giro hacia el cristianismo. En abril del año 313, la crisis que perturba a la Iglesia africana por causa de la criticada elección de Ceciliano como obispo de Cartago, movió a sus opositores, seguidores de
Donato, a apelar al emperador. Se le pide que ponga la disputa en manos de un tribunal imparcial, señalado por los mismos donatistas en los obispos de la Galia. Constantino prefiere inicialmente delegar el examen del caso al obispo de Roma, Milcíades (310- *314), pero dándole normas concretas sobre sus modalidades (Eusebio de Cesárea, HE X, 5, 19-20). No está claro si el emperador pensaba en una sede judicial comparable a las que preveía el derecho procesual romano. De todas formas, Milcíades entendió este
procedimiento en los términos, más familiares para él, de un sínodo y se comportó de manera consiguiente, ampliando el número de los jueces.
Después de que el sínodo romano (2-5 de octubre del 313) emitiera una sentencia favorable a Ceciliano, los donatistas, insatisfechos por la forma con que se había desarrollado el juicio, renovaron su petición a Constantino, que compartió su idea de un
nuevo examen y convocó por propia iniciativa en Arles, para agosto del año 314, a los obispos del territorio del imperio que él controlaba (Eusebio de Cesárea, HE X, 5, 21- 24). entre los que se encontraba también el papa Silvestre (314-335). Este se hizo representar por cuatro legados, inaugurando con ello la práctica que seguirán habitualmente los obispos de Roma respecto a los concilios antiguos.
Aunque no es exacto hablar del concilio de Arles como del primer «concilio ecuménico », no cabe duda de que con él se dio por primera vez por lo menos una instancia representativa de la Iglesia occidental en su conjunto. No resulta sorprendente que el
concilio, aun manifestando su autonomía tanto respecto al emperador como respecto al papa, precisamente en virtud de su situación geográfica, reservara un trato de reverencia
especial a este último, a quien encomendó la tarea de publicar sus decisiones, garantizando particularmente la recepción de los cánones. El episodio de Arles, sin duda alguna
instructivo respecto a aquella dialéctica papa-concilios que parece ser típica de la Iglesia occidental, merece destacarse sobre todo por el carácter aparentemente pacífico de la intervención imperial. La decisión de Constantino, aunque seguía dejando espacio a una
independencia de juicio y a un control autónomo de la asamblea sinodal, creaba de hecho la institución del «sínodo imperial», sin que en la Iglesia se manifestara ninguna reacción
ante semejante innovación.
Por otra parte, la conducta de Constantino estaba en conformidad con las ideas de la antigüedad, que reconocían al emperador una responsabilidad especial en materia religiosa.
Esta imagen del soberano como pontifex maximus pasará también al cristianismo, dominando durante siglos la visión del basileus. Por ese mismo motivo pareció también indiscutible el paso análogo de Constantino que, un decenio más tarde, dio origen al
primer concilio ecuménico, cuando el emperador tuvo que enfrentarse en el año 324 con una cuestión mucho más grave y desgarradora que el cisma donatista.
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seguirá ........
de: HISTORIA DÉLOS CONCILIOS ECUMÉNICOS
G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH
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