martes, 23 de octubre de 2012

El desarrollo de la reflexión trinitaria antes de Nicea




El desarrollo de la reflexión trinitaria antes de Nicea

Una vez derrotado Licinio y unificado el imperio bajo su cetro (324), Constantino vio comprometida la paz religiosa, y con ella aquella concordia del organismo civil que tanto le preocupaba, debido a la controversia que había surgido unos años antes en
De Nicea a Calcedonia Alejandría y que luego se extendió a las otras Iglesias de oriente, en torno a las ideas trinitarias de Arrio (2607-337?). Las razones inmediatas y las circunstancias precisas del conflicto que se planteó entre el presbítero alejandrino y su obispo Alejandro (312-328) no son fáciles de aclarar, ya que muchos de los elementos del trasfondo teológico, que
los investigadores suponían hasta ahora, resultan hoy poco seguros.

De todas formas, podemos considerar esta disputa doctrinal —referida al problema de la relación entre el Hijo o Logos de Dios y Dios Padre— como el punto de llegada de una reflexión que
había durado más de dos siglos, especialmente dentro del cristianismo oriental.

En este ambiente, que alcanzó muy pronto un gran florecimiento intelectual, habían ' aparecido a lo largo de los siglos II y III diversos esbozos de un pensamiento cristológico
que intentaba dar cierta organicidad a los puntos contenidos ya en el nuevo testamento, en donde la función atribuida a Jesucristo en el plano de la salvación va acompañada de su reconocimiento como Hijo de Dios preexistente. Al declarar que el Crucificado y el
Resucitado era la persona misma del Logos, en comunión con el Padre desde toda la eternidad y artífice junto con él de la obra de la creación, nacía la exigencia de explicar los términos de esa relación. Entre los diversos intentos se había ido imponiendo un
modelo cristológico que, adoptando con el evangelio de Juan el concepto de Logos, recurría a una categoría fundamental para la filosofía helenista. Efectivamente, gracias a ella se había intentado resolver el problema de la relación entre Dios y el mundo,
introduciendo la noción de un ser intermedio, capaz de colmar el abismo que separa la realidad divina, transcendente e inmutable, del cosmos mudable y finito. En su versión cristiana, la idea del Logos se había identificado con el Hijo preexistente y mediador de
la creación.

La teología del Logos tendía entonces a ver la relación entre el Padre y el Hijo como una relación de subordinación del segundo al primero, convencida de que por este camino no se comprometía el dogma de la unidad de Dios. No obstante, la idea del Logos, tal
como se aplicaba en las cosmologías filosóficas, en donde servía de base a la afirmación de la eternidad del mundo, llevaba consigo una dificultad no pequeña para el pensamiento cristiano de la creación. 

Por otra parte, si el mundo no es eterno, la acción del Logos
como mediador y revelador ¿es limitada en el tiempo, en relación con las criaturas?; y entonces ¿hay que considerarlo como no coeterno con el Padre? En línea con este planteamiento,
Orígenes, autor del esfuerzo sistemático más atrevido que se había llevado a cabo en la teología cristiana anterior a Nicea, tuvo que enfrentarse precisamente con estas dificultades, pero su solución tropezó muy pronto con fuertes resistencias y finalmente
fue rechazada por la Iglesia antigua. Para evitar el riesgo de sostener la no-eternidad del Logos, Orígenes ideó la doctrina de la preexistencia de las almas, que implicaba la noción
de una creación eterna. Sin embargo, al ser puesta en entredicho esta doctrina, se agudizó el problema derivado de la estrecha correlación entre el Logos y la creación, es decir, si
el Logos entraba en la categoría de lo creado. Arrio dio a este problema una respuesta positiva, suscitando así las controversias que llevarían a la definición de Nicea.

Con todo, en la evolución de las doctrinas sobre la Trinidad el capítulo representado por Orígenes merece ser recordado también por la aportación que dio a la fijación de un esquema y de una terminología trinitaria. Su aportación consistió esencialmente en la
distinción de las tres hipóstasis divinas del Padre, el Hijo y el Espíritu santo. Este sistema de relaciones entre las hipóstasis de la Trinidad ofrece el cuadro para el desarrollo teológico
de la Iglesia griega y ofrece un antídoto contra el peligro monarquiano y sus variantes (como el modalismo y el patripasianismo), que acentúan excesivamente la unidad de Dios
hasta comprometer las diferencias hipostáticas. Por otro lado, la doctrina origeniana de las tres hipóstasis supone también un problema terminológico, que anticipa en parte las
complicaciones posteriores a Nicea, ya que se habla también en ella de tres ousiai («esencias» o «sustancias», que pueden entenderse en sentido genérico o individualizado) o de tres pragmata («realidades» o «seres»), dando lugar a la sospecha de triteísmo,
especialmente a los ojos de la Iglesia occidental muy atenta a una visión unitaria de la divinidad y por eso mismo poco sensible a las seducciones de la teología «pluralista» de tradición origeniana.

Además, al subrayarse la distinción hipostática, se planteaba el
problema de cómo garantizar la unidad de Dios. Afirmando a Dios Padre como único principio (y, al menos en este sentido, acogiendo la instancia monarquiana), era difícil mantener la unidad del ser de Dios para los que reconocían las tres hipóstasis, sin recurrir
a un modelo subordinacionista (el Padre, el Hijo y el Espíritu dispuestos en un orden decreciente, en analogía con los modelos cosmológicos de la filosofía contemporánea).

La controversia sobre el arrianismo

El esquema trinitario elaborado por Orígenes, al menos en virtud de su hipoteca subordinacionista, constituyó también probablemente una base de partida para Arrio, aunque resulta difícil señalar su dependencia directa. A primera vista sus ideas podrían
parecer como una especie de repetición de la forma extremista de la doctrina trinitaria pluralista y subordinacionista formulada a mediados del siglo III por Dionisio de Alejandría.

Este incidente teológico (durante el cual el obispo alejandrino había manifestado algunas reservas ante el término homoousios, recibido luego por Nicea) es recordado a menudo como uno de los precedentes más próximos de la crisis amana, pero sus contornos
precisos están aún lejos de ser claros. En realidad Arrio aparece como una figura bastante original antes que como intérprete radical de una escuela determinada. Lo demuestra, entre otras cosas, su vinculación con su maestro Luciano de Antioquía (t 312), personalidad destacada que había recogido en torno a sí un amplio círculo de discípulos, señalado a menudo impropiamente como el iniciador de la escuela exegética antioquena,
que anticipó quizás un subordinacionismo moderno al que podrán referirse los defensores de Arrio.

La incertidumbre sobre los orígenes del arrianismo explica por qué sigue discutiéndose todavía la cuestión relativa a la prioridad de los acentos teológicos de Arrio. En el pasado, se sostuvo generalmente que el interrogante principal se refería a la doctrina sobre Dios
y sus implicaciones trinitarias; hoy los autores se muestran inclinados a creer que se refería en primer lugar el tema cristológico-cosmológico y que estaba además acompañado
de fuertes repercusiones soteriológicas. Pero si queremos reconstruir al menos sumariamente el pensamiento del teólogo alejandrino, hemos de tener en cuenta tanto la parcialidad
de los testimonios históricos, procedentes en su mayoría de fuentes hostiles y tendenciosas, como las mismas oscilaciones de carácter táctico que manifestó a veces el personaje, según las circunstancias en que le tocó declarar sus propias convicciones
doctrinales. A pesar de estas limitaciones, es posible poner de relieve algunos aspectos centrales de las ideas profesadas por Arrio, o al menos aquellas formulaciones que dieron
pretexto al conflicto dogmático y fueron identificadas a continuación con las posiciones típicas de la corriente teológica que tomó su nombre.

Estas formulaciones pueden reducirse a una premisa fundamental, que Arrio deduce de la concepción de la absoluta unidad y trascendencia de Dios: sólo Dios es «principio no engendrado» (áyévvr|TOc; ápxrj) y la esencia de la divinidad no puede dividirse ni comunicarse a los otros, mientras que lo que existe ha sido llamado al ser de la nada.

Son estas tesis sobre Dios, compartidas además por sus propios adversarios, las que impulsaron a ver en el pensamiento de Arrio la expresión de un monoteísmo rígido, más sensible a las instancias racionales de la filosofía que al dato bíblico-kerigmático. Pero
la impresión de que partió sobre todo de la intención de mantener sólida la unidad y la unicidad divinas parecería confirmarse por las consecuencias que se sacan de esta visión De Nicea a Calcedonia de Dios para la doctrina sobre el Hijo, o bien —según una lectura distinta— del relieve que adquiere el principio de la áyevvr|ota divina (la esencia «no engendrada» de Dios), a la luz de las afirmaciones de Arrio sobre el Logos. El es «criatura» (Kxíaua o 7ioír|ua), ciertamente superior a todas las demás, pero ha sido sacado de la nada lo mismo que ellas. Así pues, como criatura, tuvo un principio. Uno de los slogans más célebres y discutidos sobre el Logos, que fueron atribuidos a Arrio, consistía precisamente en la
. afirmación, condenada luego en Nicea, según la cual «hubo un tiempo en que él no era».

Aquí Arrio rompía claramente con la doctrina origeniana de la coeternidad del Hijo con el Padre, ya que ésta implicaba a su juicio dos principios inengendrados, comprometiendo en su raíz la noción misma de la unicidad de Dios. Por consiguiente, el Hijo es distinto
del Padre, mónada absolutamente transcendente, no sólo en virtud de su hipóstasis, sino también en cuanto a su misma naturaleza.

Estas ideas, expresadas por Arrio en varios escritos (y especialmente en su obra principal, la Thalia) de los que se ha conservado muy poco, le valieron muy pronto la
condenación del propio obispo Alejandro, probablemente en torno al año 320. A pesar de eso, Arrio no se dio por vencido, aun cuando fue desterrado de Egipto. Aprovechándose de las amistades contraídas durante su periodo de estudio en Antioquía, apeló a los
«colucianistas», que se habían convertido entre tanto en miembros influyentes del episcopado oriental, así como a otros exponentes del mismo. En particular, recibió el apoyo de los obispos de Palestina, entre ellos Eusebio de Antioquía, el gran historiador de la
Iglesia, que representaba la personalidad más significativa, y sobre todo el del obispo de la capital, Eusebio de Nicomedia. Este reunió un sínodo que readmitió a Arrio y a sus seguidores en la comunión eclesial e informó de sus decisiones al episcopado oriental,
invitándole a ejercer presiones sobre Alejandro para que revisase el juicio. A su vez, el obispo de Alejandría remachó la condenación de Arrio en un gran sínodo que reunió cerca de un centenar de obispos. Una carta encíclica suya, en la que notificaba la sentencia
a las demás Iglesias, parece ser que reunió más de doscientas adhesiones (Opitz 15). De esta manera, en vez de apagarse, la controversia se amplió a toda la Iglesia oriental e
introdujo un profundo desgarramiento en su interior.



Vísperas de Nicea

Al principio Constantino vio en el conflicto una disputa inútil entre teólogos, como él mismo insinúa en una carta dirigida a los dos contendientes (Eusebio de Cesárea, V. Const. II, 64-72). El emperador envió a Alejandría al obispo Osio de Córdoba, su
consejero eclesiástico desde hacía más de un decenio, para que intentase una mediación.

Esta iniciativa fracasó, quizás entre otras cosas porque la persona del mediador, por su procedencia occidental, no era la más adecuada para captar los problemas planteados por
una reflexión trinitaria que había tenido un desarrollo distinto del de la teología latina.

No quedaba ya más que recorrer el camino hacia un concilio general, como se había hecho con la cuestión donatista en el sínodo de Arles.

De manera similar a lo que se había verificado en aquella ocasión, el resultado de Nicea parece como si hubiera sido preconstituido, por así decirlo, por un suceso análogo.

Se trata de un sínodo celebrado en Antioquía entre el año 324 y el 325, quizás bajo la presidencia de Osio, en el que participaron obispos de Palestina, de Siria y del Asia menor (la carta sinodal lleva 56 firmas). Se tomó entonces una postura anti-arriana,
confirmando la sentencia lanzada por Alejandro de Alejandría, y quedaron provisionalmente excluidos de la comunión eclesial, hasta el concilio ecuménico ya próximo, tres sostenedores de Arrio (Eusebio de Cesárea, Teodoto de Laodicea y Narciso de Neroníades), que se habían negado a firmar la fórmula anti-arriana promulgada por el concilio.

Entre los numerosos interrogantes que suscitan en los historiadores las vísperas de Nicea, el episodio de Antioquía plantea uno de especial importancia. Es muy controvertido, incluso por los testimonios limitados que hay del mismo (CPG 8509-8510), y
no resulta fácil dar un juicio sobre las consecuencias que pudo implicar para la parte arriana. Es innegable que su resultado tendía a configurar de manera desfavorable para los arrianos la situación de partida del inminente concilio ecuménico. Por otra parte, no
se puede decir que las formulaciones doctrinales del sínodo de Antioquía abriesen directamente el camino a las de Nicea. Del texto de la profesión de fe contenida en la carta sinodal (CPG 8509: Opitz 18) se deduce que la mayor preocupación dogmática del concilio procedía de la exigencia de precisar la idea de «generación» del Hijo (yevvav distinto de KTÍ^eiv), de modo que se rechazase la ecuación arriana entre «engendrar» y «crear».
En este sentido, su aportación doctrinal —a diferencia de lo que sucederá en Nicea— debe verse todavía en el ámbito de la teología trinitaria origeniana.

Decidir en un sentido o en otro la cuestión del sínodo antioqueno cambia de forma sensible el cuadro inicial del concilio niceno, ante el cual algunos personajes como Eusebio de Cesárea llegan a asumir un papel de inculpados o por lo menos se sienten obligados
a defenderse. Sin embargo, es lícito pensar que las decisiones de Antioquía, por muy significativas que fuesen, no llegaron a ser más vinculantes de lo que fue la sentencia romana del año 313 para el posterior sínodo de Arles. En efecto, se ha subrayado que
también este resultado negativo para el arrianismo debe encuadrarse de todos modos en la política de pacificación de Constantino. El emperador, ajeno al deseo de seguir orientaciones
y soluciones más radicales, tendía siempre a suavizar los extremos, y por consiguiente no habría aceptado sin más las conclusiones del concilio por la cuota de unilateralidad que contenían.

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del libro: HISTORIA DÉLOS CONCILIOS ECUMÉNICOS


G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH

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