Homoousios
El rechazo del arrianismo se apoyaba esencialmente en este término, pero se trataba de un vocablo nuevo para una profesión de fe y además de carácter controvertido. Lo demuestra, entre otras cosas, la explicación reductiva ofrecida por Eusebio en la carta a
la Iglesia de Cesárea, que refiere la interpretación que dio Constantino en respuesta a las dudas expresadas por los padres conciliares. El emperador les aseguró que homoousios
no debía entenderse en sentido materialista, al estilo de lo que sucede con los cuerpos; al tratarse de realidades incorpóreas y espirituales, la generación del Hijo por el Padre no produjo escisión o división alguna en la divinidad (Ep. ad Caes. 7). Si la aclaración
formulada inicialmente por Constantino se había expresado sobre todo en términos negativos, Eusebio refiere también la interpretación que él mismo dio de esta palabra en
términos positivos durante la discusión del esbozo del símbolo: «'Consustancial al Padre' indica que el Hijo de Dios no tiene ninguna semejanza con las criaturas que fueron hechas,
sino que es semejante en todo al único Padre que lo engendró, sin que se derive de otra hipóstasis o sustancia más que del Padre» (ibid., 13).
Es evidente que aparece aquí un concepto un tanto genérico de semejanza, de forma que se deja en el aire el significado preciso del término. Por otra parte, se trataba de un vocablo que ya antes de Nicea había conocido cierto desarrollo en la historia del pensamiento filosófico y teológico. En el lenguaje filosófico había sido empleado por Plotino y Porfirio a propósito de seres pertenecientes a la misma clase, en cuanto que comparten
entre sí el mismo tipo de contenidos. En el ámbito cristiano, este término procedía de la literatura gnóstica, en donde indicaba «semejanza en el ser» entre seres diversos o su
pertenencia al mismo modo o grado de ser. También en este caso la acepción resulta genérica y en este sentido es como homoousios fue utilizado por Orígenes (In Ioh. XX, 20 [18]). Refiriéndose a Sab 7, 25-26, sostuvo que hay una comunidad de sustancia entre
el Padre y el Hijo, desde el momento en que una emanación es homoousios, es decir de la misma sustancia, respecto al cuerpo del que es emitida (In Hebr.). De todas formas, Orígenes no intentaba probablemente afirmar la identidad de sustancia entre el Padre y
el Hijo, sino el hecho de que participan de la misma sustancia.
Por otra parte los arríanos le daban a este término un significado material, como aparece ya en la carta de Arrio a Alejandro, rechazándolo por eso mismo con toda decisión
(Sozomeno, HE I, 15, 5-6). Además, que se trataba de un término discutido se deduciría también de dos episodios de la historia teológica del siglo III —el llamado «conflicto de
los dos Dionisios» y la condenación de Pablo de Samosata—, aun cuando su vinculación con el homoousios se pone actualmente en duda. En el primero de ellos, el defensor del término —a quien se oponía Dionisio de Alejandría— se habría servido de él dentro de
una teología modalista. En cuanto al segundo, Pablo de Samosata, confirmando su acepción «herética», lo habría entendido en sentido monarquiano. No obstante, es más probable que en ambos casos nos encontremos frente a unos documentos de la atmósfera teológica propia de la mitad del siglo IV, mientras que el «consustancial» niceno se pone en juego después de un silencio prolongado, suscitando nuevos intereses y preocupaciones polémicas.
Aun prescindiendo de estos dos precedentes, que resultan hoy un tanto sospechosos, sigue en pie la impresión de que en Nicea la comprensión que se tenía de los conceptos de ousía y de homoousios se reducía inequívocamente a unas categorías «monarquianas».
En particular, pesa aquí la formulación del cuarto anatematismo, con su aparente asimilación entre «hipóstasis» y ousía. No obstante, recordando también las explicaciones referidas por Eusebio de Cesárea, hay que reconocer que semejante modo de entender
este término aparece bastante problemático, al menos para una parte notable de la asamblea conciliar. Es verosímil, por el contrario, que para la mayor parte de los obispos presentes
en el concilio no tuviese ni mucho menos un significado tan unívoco y caracterizado.
¿Por qué camino se llegó entonces a insertar el homoousios en el credo niceno?
Algunos sostienen que la iniciativa debe atribuirse al mismo Constantino, según lo que declara la carta de Eusebio (Ep. ad Caes. 7). Según esta tesis, se recurrió intencionadamente a un término que parecía tener una connotación de varios significados. Precisamente por esto se habría prestado a convertirse en un elemento de la política de unidad que buscaba el emperador. Finalmente, se recuerda también que Atanasio, campeón por
antonomasia de la fe nicena, muestra ciertas reservas frente al homoousios, al menos hasta los años 50. Para otros, aunque admiten la acción pacificadora de Constantino y los intentos de mediación en que se inspiró su política durante el concilio, no se puede afirmar que el credo de Nicea tuviera sólo esta motivación «política» como rasgo específico.
La acepción del homoousios, en la primera fase de la controversia arriana, debió adquirir un contenido más preciso a los ojos de los teólogos, si no a los del emperador.
De hecho, apelando al testimonio de Atanasio (Hist. ar. 42; Defug. 5), se percibe aquí la influencia de Osio de Córdoba. La hipótesis de un papel bastante directo del consejero de Constantino recibiría una confirmación en la noticia que recoge Filostorgio (HE I, 7),
según el cual antes del concilio Osio y Alejandro habrían alcanzado en Nicea un acuerdo sobre el uso de homoousios. En este sentido, no se debe encuadrar rígidamente el pensamiento de Alejandro de Alejandría en una posición únicamente ligada a la tradición
origeniana de las tres hipóstasis. Al lado de ella, aunque no demasiado elaborada, había una sólida convicción de la unidad inseparable del Padre y del Hijo.
Una idea precisa sobre los modos de la solución doctrinal no puede ir más allá de la formulación de estas conjeturas. Probablemente al principio se pensó en una enunciación dogmática concebida en términos escriturísticos, pero —como se ha recordado— este
proyecto debió revelarse como impracticable por las distorsiones que llevaron a cabo los arríanos. Para reaccionar contra ellos se adoptó una formulación que rechazaban expresamente,
pero que no estaba connotada con precisión en cuanto a su contenido, a no ser para indicar que también el Hijo pertenece a la misma esfera divina que el Padre. El resultado final fue que se dieron diversas acepciones de esta fórmula de fe. Para Constantino
no existía ninguna interpretación privilegiada y las dificultades de los exponentes más ligados a la tradición origeniana fueron superadas con sus explicaciones. En cuanto a los arríanos moderados, en este momento se convencieron también de que había que aceptar el símbolo niceno. Tan sólo un grupo poco numeroso respecto al resto del episcopado (compuesto por los pocos occidentales, por Alejandro, Eustacio y Marcelo)
habría acogido plenamente el lenguaje del credo, viendo en él la expresión de la identidad de sustancia entre el Padre y el Hijo. En este resultado no podemos menos de captar un aspecto enigmático, que sólo en parte se aclara por la presión que el emperador pudo
ejercer sobre los obispos. Esto pesará sin duda en la recepción del dogma de Nicea, aunque éste registraba por el momento una adhesión casi completa del episcopado presente en el concilio. Tan sólo dos obispos, compañeros de Arrio desde el principio, se negaron con él a adherirse al símbolo y fueron por eso mismo condenados y depuestos.
El concilio de Nicea y los problemas de la disciplina eclesiástica
La atención que se concentra en la cuestión doctrinal no debe dejar en la sombra la importante obra disciplinar y canónica del concilio.
Aunque estamos aún menos informados que sobre el debate dogmático, no fue ciertamente un aspecto secundario. Por lo
demás, el mismo Constantino, al convocar la asamblea, había señalado la urgencia de estos temas y la necesidad de llegar también en este terreno a soluciones positivas para la unidad eclesial.
La exigencia de reglamentar una cuestión como la de la fecha de la pascua, cuya celebración en días diferentes creaba no pocos desconciertos y dificultades prácticas, había sido ya advertida en el concilio de Arles. En su primer canon éste había establecido
que todos los cristianos tenían que celebrar la pascua el mismo día. Al afrontar este problema, el concilio de Nicea se había encontrado frente a tres prácticas diversas: los dos ^Mos^de-Rema y Alejandría, autónomos respecto al cómputo judío pero distintos
entre sí, y la praxis esencialmente antioqtiena: que seguía apelando a la celebración hebrea, aunque ya no en la forma cuartodecimana como en el conflicto pascual del siglo II. La decisión del concilio —que conocemos a través de documentos indirectos, razón por la
cual no se puede hablar propiamente de «decreto»— indica que hay que atenerse al uso vigente en las iglesias de Roma y de Alejandría. Sin dar la preferencia a ninguno de los dos ciclos pascuales en uso, se optó por una solución de compromiso (o quizás se debió
llegar necesariamente a este resultado, dada la imposibilidad de encontrar un acuerdo entre el sistema romano y el alejandrino). En efecto, Roma y Alejandría mantenían sus diversos sistemas de cálculo, pero en el caso de diferencias en el cómputo pascual se
habían comprometido a llegar a un acuerdo. El mismo Constantino se encargó de explicar el tenor de este «decreto» en la carta encíclica que dirigió a las Iglesias al terminar el concilio (Opitz 26). Lo mismo hicieron también los padres conciliares en su carta sinodal a la Iglesia de Alejandría (Opitz 23). En ella se anunciaba brevemente el acuerdo alcanzado con las Iglesias de oriente que hasta entonces se habían atenido al cómputo hebreo. Hay
que señalar que en ambos documentos la complejidad de las prácticas vigentes entre las diversas Iglesias se simplifica mucho, seguramente para subrayar más el alcance unitario del acuerdo que se había alcanzado.
Para corresponder a su programa general de pacificación, el concilio trató también el problema del cisma meliceno que perturbaba a la Iglesia egipcia desde los tiempos de
la última persecución (303-312). Las decisiones sobre este caso se exponen de forma bastante difusa en la carta sinodal a la Iglesia egipcia (Opitz 23). Parecen inspirarse sobre todo en un intento de reconciliación, dado su contenido bastante blando. De hecho, Melicio mantuvo la dignidad episcopal, aunque el concilio le negó la facultad de proceder a nuevas ordenaciones y le obligó a una especie de residencia forzosa en su propia ciudad.
En cuanto a los obispos, sacerdotes y diáconos ordenados por él, conservaron sus respectivos oficios a todos los efectos, pero después de haber sido confirmados por una «imposición de las manos más arcana» (uuaTiKOOiépa xsipotovía: COD 17, 40-41), y
siempre en subordinación respecto a los derechos reconocidos al clero establecido por Alejandro y con el beneplácito de éste, a propósito de la posibilidad de nuevos nombramientos
o ascensos en la carrera eclesiástica. De todas formas, estas medidas no surtieron enseguida el efecto esperado, ya que a la muerte de Alejandro (328), los melicenos intentaron oponerse a la elección de Atanasio. Este reaccionó con dureza, obligando a
los melicenos a buscar un acuerdo en su propio perjuicio con los eusebianos, promotores de la rehabilitación de Arrio.
continúa ...
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del libro HISTORIA DÉ LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS
G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH
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