Desarrollo del concilio
El concilio se reunió el 20 de mayo del año 325 en el palacio imperial de Nicea (Sócrates, HE I, 13), en donde Constantino presidió la sesión inaugural. Al faltarnos las actas sinodales, no nos es posible reconstruir con precisión el desarrollo de la asamblea.
Tenemos que referirnos sobre todo al testimonio de Eusebio de Cesárea (V. Const. III, 10-13), que habla por extenso de los aspectos protocolarios y en mayor medida de los
términos del debate doctrinal y pasa por alto el examen de las cuestiones disciplinares.
La descripción de la Vida de Constantino ha de completarse de todas formas con una carta de Eusebio a su Iglesia de Cesárea (Opitz 22), que nos abre algunos resquicios de luz sobre las circunstancias en que se llegó a la composición del símbolo. Otras noticias contemporáneas, también por desgracia de carácter bastante sumario, se deducen de Atanasio (De decr. Nic. syn.19; Ep. ad Afr. 5) y de Eustacio de Antioquía (Teodoreto,
HE I, 8). Sobre esta base es difícil, entre otras cosas, definir la manera como se organizó el concilio y se fueron sucediendo sus diversas sesiones, con la respectiva agenda de temas.
Se piensa que la presidencia la ocupó Osio de Córdoba, no porque se tratara del legado romano, sino como delegado del emperador. Pero hay que indicar que, según el informe que nos hace Eusebio (V. Const. III, 13), el mismo Constantino presidió los
30 Historia de los concilios ecuménicos debates, al menos en lo que atañe al problema doctrinal. De todas formas, tanto si Osio
fue su presidente, como si esta función estuvo encomendada a varias personas, hay que afirmar que Constantino se reservó la posibilidad de intervenir directamente en los trabajos
de la asamblea. Hasta su conclusión, que hay que colocar probablemente en torno al 25 de julio, el emperador siguió siendo el centro de la misma.
La apertura del concilio, en la sala principal del palacio imperial, se realizó en medio de una solemne escenografía, cuyos particulares nos expone Eusebio de Cesárea (V. Const. III, 10-13). Precedido por los cortesanos de fe cristiana, Constantino hizo su
entrada en el aula conciliar, pero no ocupó su sitio hasta que los obispos le hicieron la señal de que podía sentarse. Luego fue saludado con un breve discurso por el primero de los obispos alineados a su derecha, quizás Eusebio de Cesárea (Sozomeno, HE I, 19, 2) o más probablemente Eustacio de Antioquía (Teodoreto, HE I, 7, 10). El emperador respondió a este saludo con una alocución en la que renovó sus deseos de concordia
eclesial. Una vez más Constantino recordó su reciente victoria contra Licinio y su desagradable sorpresa de ver turbada la paz de la Iglesia, siendo así que había quedado restablecido el orden del Estado. De aquí la exhortación a examinar junto con los obispos
reunidos las causas de la discordia y a regular el conflicto en términos de paz.
Después de todo lo que hemos indicado sobre el estado de las fuentes sólo nos es dado intentar una reconstrucción ampliamente conjetural de este debate. Los que atribuyen un peso condicionante a los resultados del concilio antioqueno anterior a Nicea, tienden
a sostener que la primera cuestión de la que tuvieron que ocuparse los padres conciliares fue la readmisión de los que habían sido excluidos temporalmente de la comunión eclesial.
Se supone entonces que Eusebio de Cesárea, cuando se le pidió que justificase sus propias convicciones dogmáticas, mostró el símbolo bautismal de su Iglesia.
Pero otras fuentes sugieren una situación distinta. Según dichas noticias, los primeros en intervenir en la discusión sobre los temas centrales de la controversia arriana habrían sido los «lucianistas» o seguidores de Arrio, proponiendo una fórmula de fe que no
conocemos. Según Eustacio de Antioquía (Teodoreto, HE I, 8, 1-2), su autor era un tal «Eusebio», que a veces se ha identificado con Eusebio de Nicomedia. Según Teodoreto, por el contrario, esa fórmula se remontaba a un grupo de obispos filoarrianos compuesto
por Menofantes de Efeso, Patrófilo de Escitópolis, Teógnides de Nicea, Narciso de Neroníades, así como Segundo de Tolemaida y Teona de Marmárica (Teodoreto, HE I, 7, 14). Sean cuales fueren los responsables directos del texto propuesto al concilio, parece
ser que contra él se levantaron vivas protestas del resto de la asamblea. En este punto habría intervenido Eusebio de Cesárea, presentando como solución de compromiso el credo que profesaba su Iglesia (Ep. ad Caes. 2).
Según esta versión, los arríanos tomaron la iniciativa al comenzar el debate doctrinal.
Por eso, apelando precisamente a ella, se ha pensado que el documento de los «lucianistas» había sido presentado de forma autónoma y no por petición de los adversarios. Pero a
juicio de otros no hemos de olvidar que los arríanos, después del resultado para ellos negativo del concilio antioqueno, se mantuvieron necesariamente a la defensiva. En particular, debieron darse cuenta de que constituían una minoría. Consiguientemente, en
vez de tomar provocativamente la iniciativa en la discusión (como parecen sugerir los testimonios de Eustacio y de Teodoreto, especialmente el segundo), los amaños habrían
puesto más bien su confianza en los intentos pacificadores de Constantino, evitando pronunciamientos excesivamente caracterizados. Esto es lo que parece apoyar el relato
un tanto vago de Eusebio de Cesárea en la carta a sus diocesanos, así como una alusión de Atanasio, que recuerda cómo en Nicea se invitó a los arríanos a que expusieran su propio punto de vista (De decr. Nic. syn. 3).
Las circunstancias del símbolo niceno:
la carta de Eusebio de Cesárea a su comunidad
El acto más importante del concilio, el que habría de asegurar su éxito histórico, fue la redacción y aprobación de la definición de fe en la forma de un «símbolo» o compendio de las verdades esenciales, profesadas por la Iglesia. También para este episodio central hemos de remitirnos al testimonio, en varios aspectos problemático, de Eusebio de Cesárea.
En una carta a los fieles de su diócesis, escrita con ocasión de la decisión conciliar, mientras se encontraba todavía en Nicea, cuenta cómo se llegó a redactar el texto del símbolo sobre la base de una propuesta suya. En realidad, más que ver en ello el simple
deseo de informar oportunamente a su comunidad, es lícito suponer que nos encontramos ante una operación de carácter apologético. El obispo de Cesárea no sólo omite la condena que se le había infligido en Antioquía y ofrece una explicación forzada del texto de Nicea para hacerlo cuadrar con sus planteamientos doctrinales, sino que deja vislumbrar ya una actitud defensiva en la preocupación por el hecho de que su Iglesia haya podido recibir noticias inexactas. Pues bien, según la presentación que hace Eusebio, el símbolo niceno no sería más que una reelaboración de la profesión de fe que él había expuesto al concilio.
Después de haberlo leído, el mismo Constantino habría expresado su aprobación, pidiendo tan sólo que se completasen algunas de sus formulaciones. Sin embargo, como veremos más adelante, el texto aprobado en Nicea resulta bastante distinto del de Eusebio y es
ésta la verdadera razón por la que él tiene que aclarar a su Iglesia cómo fue posible que !>e adhiriese a él.
La carta comienza invocando el argumento de la tradición, tal como lo había hecho Arrio en una profesión de fe dirigida a Alejandro de Alejandría antes de Nicea (Opitz 6), aunque aquí aparece más desarrollada la reivindicación del carácter doctrinal. La
profesión de Eusebio se arraiga en la paternidad en la fe, garantizada por el obispo, y en el depósito que le trasmitieron sus predecesores en el episcopado. Recuerda cómo esta fe fue para él objeto de la primera instrucción bautismal, cómo corresponde a la enseñanza de las Escrituras y cómo él la profesó y la enseñó tanto de presbítero como de obispo.
Por consiguiente, Eusebio tiene interés en señalar el arraigo en una tradición bien consolidada y a la vez la coherencia de su propia actitud. Viene luego el contenido de la profesión dispuesto en tres artículos principales (Padre, Hijo —naturalmente más amplio—
y Espíritu santo). De estos enunciados centrales se vuelve luego sobre cada uno de ellos, con la intención de confirmar la teología de las tres hipóstasis, que tiene su último fundamento en las instrucciones del Resucitado a los discípulos (cf. Mt 28, 19).
La profesión de fe se cierra con la solemne confirmación de su lealtad y de su fidelidad, en presencia de Dios omnipotente y del Señor Jesús.
Ha parecido normal considerar este texto como la profesión de fe bautismal de la Iglesia de Cesárea, aunque no sabemos con certeza si por aquella época conocía ya un texto fijo. Pero, ante todo, las características de esta fórmula bautismal pueden hallarse
únicamente en la primera parte, que comprende los tres artículos. Por otro lado, es difícil ver allí solamente una profesión privada de fe, ya que Eusebio no intenta exponer su opinión personal, sino la doctrina de la Iglesia, en concreto de su Iglesia de Cesárea.
Por eso no se diferenciaba de la fe bautismal del simple cristiano y, aunque no constituyese una profesión formal de fe, utilizada en el contexto del bautismo, podía muy bien someterse a la verificación de la comunidad.
El texto de Eusebio excluía con toda claridad el modalismo (Ep. ad Caes. 5), pero no podía ser de gran ayuda en orden al problema de las relaciones entre el Padre y el Logos, que estaba en el centro de la discusión dogmática. Por otra parte, en la continuación
de la carta se ve obligado a reconocer estos límites, al menos indirectamente. Una vez expuestas sus convicciones de fe, nadie podría objetar nada contra Eusebio; pero el
emperador, al ser el primero en manifestar su aprobación, habría invitado únicamente a añadir el término «consustancial». No obstante la asamblea, en opinión de Eusebio, fue
en cierto sentido más allá de las indicaciones dadas por Constantino, construyendo otro texto en torno a este término.
Del relato que hace Eusebio del modo como se llegó al símbolo niceno, casi podría decirse que se trató de un golpe de mano por parte de ciertos obispos no bien identificados.
De hecho, deja vislumbrar que la iniciativa dogmática residía en otras manos dentro de la asamblea. De todas formas, no hay que excluir que el texto de Eusebio pudo haber desempeñado, en cierta medida, la función de primer esbozo o de término de referencia
para la redacción del símbolo, y que el obispo de Cesárea pudo haber contribuido, junto con otros amaños moderados, a precisar mejor con una serie de preguntas el sentido de las expresiones más delicadas, empezando por el «consustancial». No obstante, el precedente más significativo de la elaboración de un credo sinodal (aunque no haya que pensar necesariamente en una influencia cercana) se encuentra en la profesión de fe del concilio antioqueno del año 324-325 (CPG 8509). A pesar de su carácter prolijo (no
privado de paralelismos con las fórmulas de los concilios posteriores), está construida como un credo y posee igualmente su estructura. Su base debió estar constituida por algún credo ya existente, muy probablemente de uso local. Sobre él debieron ir haciéndose algunas modificaciones e integraciones en relación con la controversia en acto, de manera similar a lo que ocurriría en Nicea. En particular hay que resaltar el gran interés que
revisten los anatemas, ya que anticipan, prestando una mayor atención al pensamiento de Arrio, los que formularían luego los padres nicenos.
La fe de Nicea
La interpretación que avanza Eusebio en su carta a la comunidad de Cesárea, incluso en relación con el trasfondo que nos revela el credo del sínodo antioqueno del año 324- 325, parece por tanto difícil de sostener. Además, una comparación profunda entre el
símbolo niceno y la profesión de fe presentada a la Iglesia de Cesárea pone de manifiesto una mayor diversidad que la que Eusebio pretende hacernos creer. No se trata únicamente
de las distinciones introducidas por las inserciones más claramente antiarrianas del símbolo niceno. Aunque se quiten esas añadiduras, el símbolo niceno y el credo de Cesárea —semejantes a primera vista— presentan en realidad numerosas divergencias. Las diferencias textuales en el primero y en el tercer artículo, aunque pueden parecer insignificantes, precisamente en cuanto tales revelan que el texto base del símbolo niceno debió ser otro. Además, especialmente la estructura del segundo artículo, depurada de las formulaciones antiarrianas, revela su diversidad respecto al texto de Eusebio. El análisis del símbolo niceno invita más bien a asimilarlo al tipo de credo conocido como «jerosolimitano-
antioqueno», por las muchas analogías que muestra con dos símbolos citados por Epifanio y con el que fue objeto de las explicaciones de Cirilo de Jerusalén en sus Catcquesis. Sobre él se aportaron las modificaciones en sentido antiarriano, de las que
nos informa también la carta de Eusebio de Cesárea.
Precisamente en las llamadas «interpolaciones» o inserciones antiarrianas es donde se declara con mayor evidencia la intención doctrinal del símbolo niceno, dirigida a rebatir unos errores específicos profesados por el arrianismo o, por lo menos, atribuidos
a él por la mayor parte del episcopado. Siguiendo el orden con que se presentan en el texto, la primera de estas formulaciones se basa en la expresión «es decir, de la esencia (o 'sustancia') del Padre» (xouxácmv ¿K xf^ otaíaq xou Jiaxpóq: Dossetti, 228.3-4).
Se intenta aquí replicar a las tesis tan conocidas de los amaños según las cuales el Logos ha sido creado de la nada y no se da ninguna comunión ontológica entre el Hijo y el Padre. Se afirma entonces que el Hijo comparte la esencia del Padre, introduciendo un concepto que se remacha poco después con el término óuo-ov3o"to<; («de la misma esencia» o «sustancia»).
En el informe que nos ha dejado Atanasio del debate dogmático del concirio {De decr. Nic. syn. 19; Ep. ad Af. 5) se observan las reservas de los obispos ante esta formulación que se percibía como no-bíblica. Inicialmente se habría llegado a una convergencia
sobre la expresión «de Dios», que podía basarse en un uso neotestamentario bien conocido (cf. Jn 8, 42). Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que también la habían hecho suya los arrianos, pues podían muy bien manipularla y adaptarla a sus
doctrinas (en efecto, recordaban cómo Pablo en 1 Cor 8, 6 y 2 Cor 5,18 había sostenido que todas las cosas son «de Dios»). Por consiguiente, si se quería eliminar toda ambigüedad, era preciso superar los límites del lenguaje bíblico.
A pesar de ello, la ruptura con la tradición era menor de lo que podría parecer. La expresión ¿K tf¡<; OUCTÍCK; no era realmente nueva, dado que es posible reconstruir su historia al menos desde cien años antes de Nicea. El punto de partida puede señalarse
ya en Tertuliano (Adv. Prca. 4). Al desarrollar su cristología del Logos con la ayuda de los conceptos de ratio y sermo, Tertuliano precisaba que con este último término (referido al Verbo expresado o «exteriorizado» en el momento de la creación) no se entendía una
simple expresión o efecto físico, sino una propia y verdadera sustancia que procede de la sustancia del Padre. Después de él, también en el ámbito latino, Novaciano había proseguido en la misma dirección llamando al Hijo Sermo, una sustancia divina que
procede del Padre. También Orígenes, a pesar de que se diferenciaba de los teólogos latinos al sostener que el Hijo es engendrado ab aeterno y al poner en guardia contra una interpretación materialista del proceso generativo, parece ser que usó esta expresión en tres pasajes, por otra parte de dudosa autenticidad {In Ioh. fr. 9; In Rom. IV, 10; In Hebr.). Sin embargo, antes de Nicea, Eusebio de Cesárea se había mostrado bastante
reservado ante esta expresión, a pesar de que no la rechazó claramente como su homónimo de Nicomedia. La idea era combatida abiertamente por los arrianos y por sus defensores,
como se deduce de los pasajes contenidos en la carta de Arrio a Alejandro (Opitz 6; cf. 3, 5; probablemente también en la Thalia) y de la carta de Eusebio de Nicomedia a Paulino de Tiro (Opitz 8). Así se explicaría la inserción, claramente polémica, en el
símbolo niceno, aunque no se dice nada de la acepción precisa que se le atribuía. Más aún, como se nota en el anatematismo final, el término oücría tiende a ser considerado como sinónimo de bnóaxaoic,, agravando así la ambigüedad en la interpretación del
símbolo niceno.
La segunda formulación introducida con una función antiarriana consiste en la afirmación:
«Dios verdadero de Dios verdadero» (9EÓV áX,r|9tvóv EK OEOO áX,r|9ivoO: Dossetti, 228, 4-5). La teología arriana subrayaba la absoluta unicidad divina del Padre, apelando a Jn 17, 3. Así, para Eusebio de Cesárea el Padre es «verdadero Dios», mientras
que el Logos es «Dios». Por otra parte, esta cláusula —aunque intentaba subrayar la participación plena del Logos en la divinidad del Padre— después de Nicea no fue demasiado citada por los partidos en conflicto. En efecto, puestos entre la espada y la
pared los arrianos estaban dispuestos a reconocer que el Hijo era «verdadero Dios», puesto que ya admitían en cierto sentido que era Dios y que existía realmente.
La precisión posterior —«engendrado, no creado» (yevvr|9évTa oí) 7totT|9évTa: Dossetti, 230.6)— intentaba rebatir una de las ideas más conocidas del arrianismo, la asimilación
entre «engendrado» y «creado». En su claridad no ofrecerá ya motivos de contraste o de ambigüedad después del año 325.
Muy distinto era el caso de la fórmula «consustancial al Padre» (ónooúaiov i& Ilaipí: Dossetti, 230.6). Con este término se expresa indudablemente el rechazo más claro de las posiciones amanas, afirmando que el Hijo comparte y participa del mismo
ser del Padre. Pero se trataba de un término controvertido, objeto de una serie de reservas, y no sólo por parte de los arríanos. Los motivos de estas dificultades eran varios. En primer lugar, homoousios parecía insinuar el peligro de una concepción materialista de la divinidad, en la que el Padre y el Hijo se entendieran como partes o porciones separables
de una sustancia concreta. Además, daba lugar a la sospecha de modalismo o sabelianismo.
Un tercer motivo, que se aduciría un poco más tarde, era que, según la opinión de los homeousianos, homoousios habría sido objeto de una condenación en el sínodo antioqueno contra Pablo de Samosata. Finalmente, se le criticaba también por no ser un
término escriturístico. La réplica de los ortodoxos sobre este último punto reconocerá, en parte, la legitimidad de esta reserva; también a ellos les hubiera gustado adoptar expresiones del lenguaje bíblico, pero esto no era posible por el riesgo de ambigüedad
procedente de los arríanos. Además, como afirmó Atanasio, aunque no aparece expresamente en la Escritura, el homoousios refleja su intención y su sentido (De decr. Nic. syn. 21). Por otra parte, en lo que atañe al motivo de la condenación antioquena, se
sostendrá que se debió a una mala inteligencia del verdadero significado del término, en el sentido de una concepción materialista de la divinidad. Veremos dentro de poco cómo
se intenta responder al problema relativo a los orígenes y al significado de homoousios, así como a las razones y modalidades específicas de su inserción en el símbolo niceno.
La profesión de fe de Nicea no se limitaba al símbolo propio y verdadero, en tres artículos, sino que incluía además algunos anatematismos. Estos presentan una denuncia renovada y circunstanciada del arrianismo, que saca en parte su modelo de los anatematismos contenidos en la profesión de fe del sínodo antioqueno del año 324-325. El primero va dirigido contra la negación de la eternidad del Hijo y tiene ante la vista el
lema «hubo un tiempo en que no era» (Dossetti, 236.12). El segundo y el tercero remachan la doctrina de la generación eterna, condenando la idea de que el Hijo, «antes de nacer,
no era» (Dossetti, 236.13) y de que «ha nacido de la nada» (Dossetti, 238.14). En el cuarto se rechaza la doctrina según la cual el Hijo se deriva «de otra hipóstasis o sustancia» (éí; éiépaq ÜTiOGTáaeax; f| oóaíac;: Dossetti, 238.14) respecto al Padre.
Evidentemente aquí los términos de oócría y de (móaxaaiq se utilizan con un significado equivalente.
Esto representará una fuente de equívocos y de complicaciones hasta el sínodo alejandrino del año 362, cuando se empezó a establecer una aplicación distinta de los mismos. Sin
embargo, en la época del concilio de Nicea, el occidente, Egipto y el partido ortodoxo se inclinaban a identificar los dos términos, mientras que en oriente, especialmente en los ambientes de tradición origeniana, se había difundido también el significado de
imóaxamc, como «persona» o «ser individual». Finalmente, en el último anatematismo se rechaza la tesis de que el Hijo de Dios es xpeTtióv f\ akXoianóv (Dossetti, 240.15), derse en el sentido de «sometido a un cambio moral» o «pecable». Semejante idea se la había atribuido a Arrio su obispo Alejandro (Ep. encíclica 8: Opitz
4b): el Logos estaría exento de cambio únicamente por un acto de su voluntad, pero no por su constitución ontológica, ya que esto se atribuye exclusivamente a Dios.
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continuará
del libro: del libro: HISTORIA DÉLOS CONCILIOS ECUMÉNICOS
G. ALBERIGO, A. MELLONI, L. PERRONE, U. PROCH,
P. A. YANNOPOULOS, M. VENARD, J. WOHLMUTH
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